Y así llegamos, señoras y caballeros, a la mayor hazaña ciudadana y
patriótica llevada a cabo por los españoles en su larga, violenta y triste
historia. Un acontecimiento que –alguna vez tenía que ser– suscitó la
admiración de las democracias y nos puso en un lugar de dignidad y prestigio
internacional nunca visto antes (dignidad y prestigio que hoy llevamos un par
de décadas demoliendo con imbécil irresponsabilidad). La cosa milagrosa, que se
llamó Transición, fue un auténtico encaje de bolillos, y por primera vez en la
historia de Europa se hizo el cambio pacífico de una dictadura a una
democracia.
De las leyes franquistas a las leyes del pueblo, sin violencia. «De la
ley a la ley», en afortunada expresión de Torcuato Fernández Miranda, uno de
los principales consejeros del rey Juan Carlos que timonearon el asunto. Por
primera y –lamentablemente– última vez, la memoria histórica se utilizó no para
enfrentar, sino para unir sin olvidar. Precisamente esa ausencia de olvido, la
útil certeza de que todos habían tenido Paracuellos o Badajoz en el currículum,
aunque la ilegalidad de los vencedores hubiese matado más y durante mucho más
tiempo que la legalidad de los vencidos, impuso la urgencia de no volver a
repetir errores, arrogancias y vilezas.
Y así, España, sus políticos y sus ciudadanos se embarcaron en un
ejercicio de ingeniería democrática. De ruptura mediante reforma. Eso fue
posible, naturalmente, por el sentido de Estado de las diferentes fuerzas, que
supieron crear un espacio común de debate y negociación que a todos
beneficiaba. Adolfo Suárez, un joven, brillante y ambicioso elemento –era de
Ávila– que había vestido camisa azul y provenía del Movimiento, fue el
encargado de organizar aquello. Y lo hizo de maravilla, repartiendo tabaco,
palmadas en la espalda y mirando a los ojos al personal (fue un grande entre
los grandes, a medio camino entre nobleza de espíritu y trilero de Lavapiés, y
además, guapo). Respaldado por el rey, auxiliado por la oposición –socialistas,
comunistas y otros partidos–, apoyado por la confianza e ilusión de una opinión
pública consciente de lo delicado del momento, Suárez lo consiguió con cintura
e inteligencia, sometiendo al Búnker, que aún mostraba peligrosamente los
dientes, y encajando también, además de la asesina reticencia de la
ultraderecha, los zarpazos del imbécil y criminal terrorismo vasco; que
parecía, incluso, más interesado en destrozar el proceso que los propios
franquistas.
Fue legalizado así el Partido Socialista, y al poco tiempo también el
Partido Comunista, ya en pleno e irreversible proceso hacia la libertad. Un
proceso complejo, aquél, cuyas etapas se fueron sucediendo: Ley de Reforma
Política, aprobada por las Cortes en 1976 y respaldada por referéndum nacional,
y primeras elecciones democráticas en 1977 –¡España votaba de nuevo!–, que
filtraron la sopa de letras de los nuevos y viejos partidos y establecieron las
fuerzas principales: Unión de Centro Democrático, o sea, derecha de la que
luego saldría Alianza Popular (165 escaños, a 11 de la mayoría absoluta), PSOE
(118 escaños) y Partido Comunista (20 escaños). El resto se agrupó en
formaciones más pequeñas o partidos nacionalistas.
Todo esto, naturalmente, hacía rechinar los dientes a la derecha
extrema y a los generales franquistas, que no vacilaban en llamar a Juan Carlos
rey perjuro y a Suárez traidor fusilable. Y ahí de nuevo, los cojones –las
cosas por su nombre– y el talento negociador de Adolfo Suárez, respaldado por
la buena voluntad de los líderes socialista y comunista, Felipe González y
Santiago Carrillo, mantuvieron a raya a los militares, los cuarteles bajo un
control razonable y los tanques en sus garajes, o en donde se guarden los
tanques, superando los siniestros obstáculos que el terrorismo de extrema
derecha (matanza de Atocha y otras barbaries), el de extrema izquierda (Grapo)
y la cerril brutalidad nacionalista (ETA) planteaban a cada paso.
Y de ese modo, con la libertad cogida con alfileres pero con voluntad
de consolidarla, abordamos los españoles el siguiente paso: dotarnos de una
Constitución que regulase nuestros derechos y deberes, que reconociese la
realidad de España y que estableciera un marco de convivencia que evitase
repetir errores y tragedias del pasado. Y a esa tarea, redactar la que sería la
Carta Magna de 1978, se dedicaron los hombres –las mujeres iban apareciendo ya,
pero aún las dejaban al extremo de la foto– mejores y más brillantes de todas
las fuerzas políticas de entonces.
Con sus intereses y ambiciones, claro; pero
también con una generosidad y un sentido común nunca vistos en nuestra
Historia.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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