Durante la Segunda Guerra Mundial, España se había mantenido al margen;
en parte porque estábamos exhaustos tras nuestra propia guerra, y en parte
porque los amigos naturales del general Franco, Alemania e Italia, no le
concedieron las exigencias territoriales y de otro tipo que solicitaba para
meterse en faena. Aun así, la División Azul enviada al frente ruso y las
exportaciones de wolframio a los nazis permitieron al Caudillo salvar la cara
con sus compadres, justo el tiempo que tardó en ponerse fea la cosa para ellos.
Porque la verdad es que el carnicero gallego era muchas cosas, pero
también era listo de concurso. A ver si no, de qué iba a estar 40 años con la
sartén por el mango y morir luego en la cama. El caso es que a partir de ahí, y
gracias a que la Unión Soviética de Stalin mostraba ya al mundo su cara más
siniestra, Franco fue poquito a poco arrimándose a los vencedores en plan
baluarte de Occidente.
Y la verdad es que eso lo ayudó a sobrevivir en la inmediata
postguerra. En esa primera etapa, el régimen vencedor hizo frente a varios
problemas, de los que unos solucionó con el viejo sistema de cárcel, paredón y
fosa común, y otros se le solucionaron solos, o poco a poco. El principal fue
el absoluto aislamiento exterior y el intento de derribar la dictadura por
parte de la oposición exiliada.
Ahí hubo un detalle espectacular, o que podía haberlo sido de salir
bien, que fue la entrada desde Francia de unidades guerrilleras –en su mayor
parte comunistas– llamadas maquis, integradas en buena parte por republicanos
que habían luchado contra los nazis y pensaban, los pobres ingenuos, que ahora
le llegaba el turno a los de aquí. Esa gente volvió a España con dos cojones,
decidida a levantar al pueblo; pero se encontró con que el pueblo estaba hasta
arriba de problemas, y además bien cogido por el pescuezo, y lo que quería era
sobrevivir, y le daba igual que fuese con una dictadura, con una dictablanda, o
con un gobierno del payaso Fofó.
Así que la heroica aventura de los maquis terminó como terminan todas las
aventuras heroicas en España: un puñado de tipos acosados como perros por los
montes, liquidados uno a uno por las contrapartidas de la Guardia Civil y el
Ejército, mientras los responsables políticos que estaban en el exterior se
mantenían a salvo, incluidos los que vivían como reyes en la Unión Soviética o
en Francia, lavándose las manos y dejándolos tirados como colillas.
De todas formas, sobre la URSS y los ruskis conviene recordar, en este
país de tan mala memoria, que si bien hubo muchos españoles que lucharon junto
a los rusos contra el nazismo y fueron héroes de la Unión Soviética, otros no
tuvieron esa suerte, o como queramos llamarla. Muchos marinos españoles, niños
republicanos evacuados, alumnos pilotos de aviación, que al fin de nuestra guerra
civil quedaron allí y pidieron regresar a España o salir del paraíso del
proletariado, fueron cruelmente perseguidos, encarcelados, ejecutados o
deportados a Siberia por orden de aquel hijo de puta con macetas de geranios
que se llamó José Stalin; y que –las cosas como son, y más a estas alturas–
hizo matar a más gente en la Unión Soviética y la Europa del Este que los nazis
durante su brillante ejecutoria. Que ya es matar.
Y en esas ejecuciones, en esa eliminación de españoles que no marcaban
el paso soviético, lo ayudaron con entusiasmo cómplice los sumisos dirigentes
comunistas españoles –Santiago Carrillo, Pasionaria, Modesto, Líster– que allí
se habían acogido tras la derrota, y que ya desde la Guerra Civil eran expertos
en luchas por el poder, succiones de bisectriz y supervivencia, incluida la
liquidación de compatriotas disidentes. Dándose la triste paradoja de que esos
españoles de origen republicano represaliados por Stalin se encontraron con los
prisioneros de la División Azul en el mismo horror de los gulags de Siberia.
Y para más recochineo, los que sobrevivieron de unos y otros fueron
repatriados juntos en los mismos barcos, en los años 50, tras la muerte de
Stalin, a una España donde, para esas fechas, la dictadura franquista empezaba
a superar el aislamiento inicial y la horrible crisis económica, el hambre, la
pobreza y la miseria –la tuberculosis se convirtió en enfermedad nacional– que
siguieron a la Guerra Civil. En esos años tristes estuvimos más solos que la
una, entregados a nuestros magros recursos y con las orejas gachas, sin otra
ayuda exterior que la que prestaron, y eso no hay que olvidarlo nunca, Portugal
y Argentina.
Para el resto del mundo fuimos unos apestados. Y el franquismo, claro,
aprovechó todo eso para cerrar filas y consolidarse.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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