Durante la Segunda Guerra Mundial, no sólo hubo compatriotas nuestros
en los campos de exterminio, en la Resistencia francesa o en las tropas aliadas
que combatieron en Europa Occidental. La diáspora republicana había sido
enorme, y también el frente del Este, donde se enfrentaban la Alemania nazi y
la Unión Soviética, oyó blasfemar, rezar, discutir o entonar una copla en
español. Como escribió Pons Prades, muchos de aquellos hombres y mujeres que
habían cruzado los Pirineos con el pelo enmarañado, desaliñados, malolientes,
con barba de pordioseros, el uniforme salpicado de sangre y plomo y el mirar de
visionarios, no se sentían vencidos. Porque hay gente que no se rinde nunca, o
no se acuerda de hacerlo.
Su origen y destino fue diverso: de entre los niños enviados a la URSS
durante la Guerra Civil, de los marinos republicanos exiliados, de los jóvenes
pilotos enviados para formarse en Moscú, de los comunistas resueltos a no dejar
las armas, salieron numerosos combatientes que se enfrentaron a la Wehrmacht encuadrados
en el ejército ruso, como guerrilleros tras las líneas enemigas o como pilotos
de caza. Uno de éstos, José Pascual Santamaría, conocido por Popeye, ganó la
orden de Lenin a título póstumo combatiendo sobre Stalingrado. Y cuando el
periódico Zashitnik Otechevsta titulaba «Derrotemos al enemigo como los pilotos
del capitán Alexander Guerasimov», pocos sabían que ese heroico capitán
Guerasimov se llamaba en realidad Alfonso Martín García, y entre sus camaradas
era conocido por El Madrileño. O que una unidad de zapadores minadores
integrada por españoles, bajo el mando del teniente Manuel Alberdi, combatió
desde Moscú hasta Berlín, dándose el gusto de rebautizar calles berlinesas
escribiendo encima, con tiza, los nombres de sus camaradas muertos.
En cuanto a lucha de guerrillas, la relación de españoles implicados
sería interminable, haciendo de nuevo verdad aquel viejo y sombrío dicho: «No
hay combatiente más peligroso que un español acorralado y con un arma en las
manos». Centenares de irreductibles republicanos exiliados lucharon y murieron
así, en combate o ejecutados por los nazis, tras las líneas enemigas a lo largo
de todo el frente ruso, y también en Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia y
otros lugares de los Balcanes. El balance oficial lo dice todo: dos héroes de
la Unión Soviética, dos órdenes de Lenin, 70 Banderas y Estrellas Rojas (una, a
una mujer: María Pardina, nacida en Cuatro Caminos), otras 650 condecoraciones
diversas ganadas en Moscú, Leningrado, Stalingrado y Berlín, y centenares de tumbas
anónimas.
Y en Rusia se dio, también, una de esas amargas paradojas propias de
nuestra Historia y nuestra permanente guerra civil; porque en el frente de
Leningrado volvieron a enfrentarse españoles contra españoles. De una parte
estaban los encuadrados en las guerrillas y el ejército soviético, y de la
otra, los combatientes de la División Azul: la unidad de voluntarios españoles
que Franco había enviado a Rusia como parte de sus compromisos con la Alemania
de Hitler.
En ella, conviene señalarlo, había de todo: un núcleo duro falangista y
militares de carrera, pero también voluntarios de diversa procedencia, desde
jóvenes con ganas de aventura a gente desempleada y hambrienta, ansiosa de
comer caliente, o sospechosos al régimen que así podían ponerse a salvo o
aliviar la suerte de algún familiar preso o comprometido.
Y el caso es que,
aunque la causa que defendían era infame, también ellos pelearon en Rusia con
una dureza y un valor extremos, en un infierno de frío, nieve y hielo, en el
frente del Voljov, en la hazaña casi suicida del lago Ilmen (los 228 españoles
de la Compañía de Esquiadores combatieron a 50º bajo cero, y al terminar sólo
quedaban 12 hombres en pie), en el frente de Leningrado o en Krasny Bor, donde
todo el frente alemán se hundió menos el sector donde, durante el día más largo
de sus vidas y muertes, 5.000 españoles pelearon como fieras, a la desesperada,
aguantando el ataque masivo de 44.000 soldados soviéticos y 100 carros de
combate, con el resultado de una compañía aniquilada, varias diezmadas, y otras
pidiendo fuego artillero propio sobre sus posiciones, por estar inundados de
rusos con los que peleaban cuerpo a cuerpo. Obteniendo, en fin, del propio
Hitler este comentario: «Extraordinariamente duros para las privaciones y ferozmente
indisciplinados».
Y confirmando así unos y otros, rojos y azules, otra vez en nuestra
triste historia, aquel viejo dicho medieval que parece nuestra eterna maldición
nacional: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor».
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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