Tan real como su historia misma.

miércoles, 12 de octubre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXII

Y al fin, como se estaba viendo venir, llegó la tragedia y los votos se cambiaron por las armas. Un periódico de Cartagena sacó en primera página un titular que resumía bien el ambiente: «Cuánto cuento y cuánta mierda». Ése era el verdadero tono del asunto. En vísperas de las elecciones de principios de 1936, a las que las izquierdas, contra su costumbre, se presentaban por fin unidas en el llamado Frente Popular, el líder de la derecha, Gil Robles, había afirmado «Sociedad única y patria única. Al que quiera discutirlo hay que aplastarlo». Por su parte, Largo Caballero, líder del ala socialista radical, había sido aun más explícito e irresponsable: «Si ganan las derechas, tendremos que ir a una guerra civil declarada».

Casi diez millones de los trece y pico millones de votantes (el 72 por ciento, que se dice pronto) fueron a las urnas: 4,7 millones votaron izquierdas y 4,4 millones votaron derechas. Diferencia escasa, o sea, 300.000 cochinos votos. Poca cosa, aunque el número de escaños, por la ley electoral, fue más de doble para los frentepopulistas. Eso echó a la calle, entusiasmados, a sus partidarios. Habían ganado las izquierdas. Así que quienes decidieron ir a la guerra civil, con las mismas ganas, fueron los otros.

Mientras Manuel Azaña recibía el encargo de formar gobierno, reactivando todas las reformas sociales y políticas anuladas o aparcadas en los últimos tiempos, la derecha se echó al monte. Banqueros de postín como Juan March, que a esas alturas ya habían puesto la pasta a buen recaudo en el extranjero, empezaron a ofrecerse para financiar un golpe de Estado como Dios manda, y algunos destacados generales contactaron discretamente con los gobiernos de Alemania e Italia para sondear cómo verían el sartenazo a la República.

En toda España los militares leales y los descontentos se miraban unos a otros de reojo, y señalados jefes y oficiales empezaron a tomar café conspirando en voz cada vez más alta, sin apenas disimulo. Pero tampoco el gobierno se atrevía a poner del todo los pavos a la sombra, por no irritarlos más. Y por supuesto, desde el día siguiente de ganar las elecciones la unidad de la izquierda se había ido al carajo.

La demagogia alternaba con la irresponsabilidad y la chulería. Con casi 900.000 obreros y campesinos en paro y con hambre, la economía hecha trizas, el capital acojonado, la mediana y pequeña burguesía inquieta, los más previsores largándose -quienes podían- al verlas venir, la calle revuelta y el pistolerismo de ambos bandos ajustando cuentas en cada esquina, el ambiente se pudría con rapidez. Aquello apestaba a pólvora y a sangre.

 El político Calvo Sotelo, que estaba desplazando a Gil Robles al frente de la derecha, dijo en las Cortes eso de «Cuando las hordas rojas avanzan, sólo se les conoce un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares: obediencia, disciplina y jerarquía. Por eso invoco al Ejército». Cualquier pretexto casual o buscado era bueno. Faltaba la chispa detonadora, y ésta llegó el 12 de julio. Ese día, pistoleros falangistas -el jefe, José Antonio, estaba encarcelado por esas fechas, pero seguían actuando sus escuadras- le dieron matarile al teniente Castillo, un conocido socialista que era oficial de la guardia de Asalto. Para agradecer el detalle, algunos subordinados y compañeros del finado secuestraron y asesinaron a Calvo Sotelo, y Gil Robles se les escapó por los pelos. La foto de Calvo Sotelo hecho un cristo, fiambre sobre una mesa de la morgue, conmocionó a toda España. «Este atentado es la guerra», tituló El Socialista.

 Y vaya si lo era, aunque si no hubiera sido ése habría sido cualquier otro -cuando te toca, ni aunque te quites, como dicen en México-. Por aquellas fechas del verano, todo el pescado estaba vendido. Unas maniobras militares en Marruecos sirvieron para engrasar los mecanismos del golpe que, desde Pamplona y con apoyo de importantes elementos carlistas, coordinaba el general Emilio Mola Vidal, en comunicación con otros espadones entre los que se contaban el contumaz golpista general Sanjurjo y el respetado general Franco.

 En vísperas de la sublevación, prevista para el 17 de julio, Mola -un tipo inteligente, duro y frío como la madre que lo parió- había preparado listas de personalidades militares, políticas y sindicales a detener y fusilar. El plan era un golpe rápido que tumbase a la República e instaurase una dictadura militar. «La acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo», escribió a los conjurados. Nadie esperaba que esa acción puntual en extremo violenta fuera a convertirse en una feroz guerra de tres años.


 [Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

domingo, 9 de octubre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXI


En contra de lo que muchos creen, al empezar 1936 la Falange eran cuatro gatos. Falangistas de verdad, de lo que luego se llamaron camisas viejas, había pocos. Más tarde, con la sublevación de la derecha, la guerra y sobre todo la postguerra, con la apropiación que el franquismo hizo del asunto, aquello creció como la espuma. Pero al principio, como digo, los falangistas apenas tenían peso político. Eran marginales. Su ideología era abiertamente fascista, partidaria de un estado totalitario que liquidase parlamentos y otras mariconadas. Pero a diferencia de los nazis, que eran una pandilla de gángsters liderados por un psicópata y secundados con entusiasmo por un pueblo al que le encantaba delatar al vecino y marcar el paso, y también a diferencia de los fascistas italianos, cuyo jefe era un payaso megalómano con plumas de pavo real a quien Curzio Malaparte -que por un tiempo fue de su cuerda- definió con plena exactitud como «un gran imbécil», la Falange había sido fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador don Miguel.

Y aquí había sus matices, porque José Antonio era abogado, culto, viajado, hablaba inglés y francés, y además era guapo, el tío, con una planta estupenda, que ante las jóvenes de derechas, y ante las no tan jóvenes, le daba un aura melancólica de héroe romántico; y ante los chicos de la burguesía y clases altas, de donde salió la mayor parte de los falangistas de la primera hora, lo marcaba con un encanto amistoso de clase y un aire de viril camaradería que los empujaba a seguirlo con entusiasmo; y más en aquella España donde los políticos tradicionales se estaban revelando tan irresponsables, oportunistas e infames como los que tenemos en 2016, sólo que entonces había más hambre e incultura que ahora, y además la gente llevaba pistola.

Y aunque de todo había en derechas e izquierdas, o sea, clase alta, media y baja, podríamos apuntar, para aclararnos, que pese a sus esfuerzos la Falange nunca llegó a cuajar entre las clases populares, que la consideraban cosa de señoritos; y que en aquel 1936, que tanta cola iba a traer, lo mejor de la juventud española no es ya que estuviera dividida entre falangistas, carlistas, católicos y derechistas en general, de una parte, y socialistas, anarquistas y comunistas -éstos últimos también todavía minoritarios- de la otra, sino que tales jóvenes, fuertemente politizados, incluso compañeros de estudios o de pandilla de amigos, empezaban a matarse entre sí a tiro limpio, en la calle, con acciones, represalias y contrarrepresalias que aumentaban la presión en la olla.

Hasta los estudiantes se enfrentaban, unos como falangistas y otros como miembros de la Federación Universitaria Española (FUE), de carácter marxista. Sobre todo los falangistas, duros y activos, estaban decididos a destruir el sistema político vigente para imponer un estado fascista. Eran agresivos y valientes, pero también lo eran los del bando opuesto; de modo que se sucedían las provocaciones, los tiroteos, los entierros, los desafíos y ajustes de cuentas.

Había velatorios en las morgues donde se encontraban, junto a los féretros de sus muertos, jóvenes obreros socialistas y jóvenes falangistas. A veces se acercaban unos a otros a darse tabaco y mirarse de cerca, en trágicas treguas, antes de salir a la calle y matarse de nuevo. Derechas e izquierdas conspiraban sin rebozo, y sólo algunos pringados pronunciaban la palabra concordia. Los violentos y los asesinos seguían siendo minoritarios, pero hacían mucho ruido.

Y ese ruido era aprovechado por los golfos que convertían las Cortes en un patio infame de reyertas, chulerías y amenazas. El desorden callejero crecía imparable, y los sucesivos gobiernos perdían el control del orden público por demagogia, indecisión, cobardía o parcialidad política. La llamada gente de orden estaba harta, y las izquierdas sostenían que sólo una revolución podía derribar aquella «república burguesa» a la que consideraban «tan represiva como la monarquía» (titulares de prensa).

Unos se volvían hacia Alemania e Italia como solución y otros hacia la Unión Soviética, mientras los sensatos que miraban hacia las democracias de Gran Bretaña o Francia eran sofocados por el ruido y la furia.

La pregunta que a esas alturas se hacían todos era si el siguiente golpe de Estado, el puntillazo a la maltrecha República, lo iban a dar las derechas o las izquierdas. Aquello se había convertido en una carrera hacia el abismo.

Y cuando pita la locomotora de cualquier abismo, los españoles nunca perdemos la ocasión de subirnos al tren.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal