La Segunda República, que con tantas esperanzas populares
había empezado, se vio atrapada en una trampa mortal de la que no podía
salvarla ni un milagro. Demasiada injusticia sin resolver, demasiadas prisas,
demasiado desequilibrio territorial, demasiada radicalización ideológica,
demasiado político pescando en río revuelto, demasiadas ganas de ajustar
cuentas y demasiado hijo de puta con pistola. El triángulo de las Bermudas
estaba a punto: reformismo democrático republicano -el más débil-, revolución
social internacional y reacción fascio-autoritaria, con estas dos últimas
armándose hasta los dientes y resueltas, sin disimulos y gritándolo, a cambiar
los votos por las armas.
Los titulares de
periódicos de la época, los entrecomillados de los discursos políticos, ponen
los pelos de punta. A esas alturas, una república realmente parlamentaria y
democrática les importaba a casi todos un carajo. Hasta Gil Robles, líder de la
derechista y católica CEDA, dijo aquello de «La democracia no es para nosotros
un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo»; discurso que
era, prácticamente, calcado al de socialistas y anarquistas –«Concordia? ¡No!
¡Guerra de clases!», titulaba El Socialista-.
Sólo los comunistas, como de costumbre más fríos y profesionales
-en ese tiempo todavía eran pocos-, se mostraban cautos para no alarmar a la
peña, esperando disciplinados su ocasión, según les ordenaban desde Moscú. Y
así, las voces sensatas y conciliadoras se iban acallando por impotencia o
miedo bajo los gritos, los insultos, la chulería y las amenazas. Quienes hoy
hablan de la Segunda República como de un edén social frustrado por el capricho
de cuatro curas y generales no tienen ni puñetera idea de lo que pasó, ni han
abierto un libro de Historia serio en su vida -como mucho leen los de Ángel
Viñas o el payaso de Pío Moa-.
Aquello era un polvorín con la mecha encendida y se mascaba
la tragedia. Si el primer intento golpista había venido de la derecha, con el
golpe frustrado del general Sanjurjo, el segundo, más grave y sangriento, vino
de la izquierda, y se llamó revolución de Asturias. En octubre de 1934,
mientras en Cataluña el presidente Companys proclamaba un Estado catalán que
fue disuelto con prudente habilidad por el general Batet (años más tarde fusilado
por los franquistas, que no le perdonaron esa prudencia), el PSOE y la UGT
decretaron una huelga general contra el gobierno de entonces -centro derecha
republicano con flecos populistas-, que fue sofocada por la declaración del
estado de guerra y la intervención del ejército, encomendada al duro y
prestigioso general (prestigio militar ganado como comandante del Tercio en las
guerras de Marruecos) Francisco Franco Bahamonde, gallego por más señas.
La cosa se resolvió con rapidez en todas partes menos en Asturias,
donde las milicias de mineros socialistas apoyadas por grupos anarquistas y
comunistas, sublevadas contra la legítima autoridad política republicana -quizá
les suene a ustedes la frase- le echaron pelotas, barrieron a la Guardia Civil,
ocuparon Gijón, Avilés y el centro de Oviedo, y en los ratos libres se cargaron
a 34 sacerdotes y quemaron 58 iglesias, incluida la magnífica biblioteca del
Seminario.
El gobierno de la República mandó allá arriba a 15.000
soldados y 3.000 guardias civiles, incluidas tropas de choque de la Legión,
fogueadas en África, y fuerzas de Regulares con oficiales europeos y tropa
mora. lo mejor de cada casa. Aquello fue un ensayo general con público,
orquesta y vestuario, de la Guerra Civil que ya traía de camino Telepizza; un
prólogo dramático en el que los revolucionarios resistieron como fieras y los
gubernamentales atacaron sin piedad, llegándose a pelear a la bayoneta en
Oviedo, que quedó hecha cisco.
Semana y media después, cuando acabó todo, habían muerto
tres centenares de gubernamentales y más de un millar de revolucionarios, con
una represión bestial que mandó a las cárceles a 30.000 detenidos. Aquello dio
un pretexto estupendo al ala derechista republicana para perseguir a sus
adversarios, incluido el encarcelamiento del ex presidente Manuel Azaña
-popular intelectual de la izquierda culta-, que nada había tenido que ver con
el cirio asturiano.
La parte práctica fue que, después de Asturias, las
izquierdas se convencieron de la necesidad de aparcar odios cainitas y
presentarse a nuevas elecciones como un frente unido. Costó doce meses de
paciencia y salivilla, pero al fin hubo razonable unidad en torno al llamado
Frente Popular. Y así despedimos 1935 y recibimos con bailes, matasuegras y
serpentinas el nuevo año. Feliz 1936.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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