Allí estábamos los españoles, o buena parte de ellos, muy
contentos con aquella Segunda República parlamentaria y constitucional,
dispuestos a redistribuir la propiedad de la tierra, acabar con la corrupción,
aumentar el nivel de vida de las clases trabajadoras, reformar el Ejército,
fortalecer la educación pública y separar la Iglesia del Estado. En eso
andábamos, dispuestos a salir del calabozo oscuro donde siglos de reyes
imbéciles, ministros infames y curas fanáticos nos habían tenido a pan y agua.
Pero la cosa no era tan fácil en la práctica como en los titulares de los
periódicos.
De la trágica lección de la Primera República, que se había
ido al carajo en un sindiós de demagogia e irresponsabilidad, no habíamos
aprendido nada, y eso iba a notarse pronto. En un país donde la pobreza y el
analfabetismo eran endémicos, las prisas por cambiar en un par de años lo que
habría necesitado el tiempo de una generación, resultaban mortales de
necesidad. Crecidos los vencedores por el éxito electoral, todo el mundo
pretendió cobrarse los viejos agravios en el plazo más corto posible, y eso
suscitó agravios nuevos. «Quizá fuera la arrogancia que dan los votos», como
apunta Juan Eslava Galán.
El caso es que, una vez conseguido el poder, la izquierda,
una alianza de republicanos y socialistas, se impuso como primer objetivo
triturar -es palabra del presidente Manuel Azaña- a la Iglesia y al Ejército,
principales apoyos del viejo régimen conservador que se pretendía destruir. O
sea, liquidar por la cara, de la noche a la mañana, dos instituciones añejas,
poderosas y con más conchas que un galápago. Calculen la ingenuidad, o la
chulería. Y en vez de ir pasito a pasito, los gobernantes republicanos se
metieron en un peligroso jardín. Lo del Ejército, desde luego, clamaba al
cielo.
Aquello era la descojonación de Espronceda. Había 632
generales para una fuerza de sólo 100.000 hombres, lo que suponía un general
por cada 158 militares; y hasta Calvo Sotelo, que era un político de la derecha
dura, decía que era una barbaridad. Pero las reformas castrenses empezaron a
aplicarse con tanta torpeza, sin medir fuerzas ni posibles reacciones, que la
mayor parte de los jefes y oficiales -que al fin y al cabo eran quienes tenían
los cuarteles y las escopetas- se encabronaron bastante y se la juraron a la
República, que de tal modo venía a tocarles las narices.
Aun así, el patinazo gordo lo dieron los gobiernos
republicanos con la Santa Madre Iglesia. Despreciando el enorme poder social
que en este país supersticioso y analfabeto, pese a haber votado a las
izquierdas, aún tenían colegios privados, altares, púlpitos y confesonarios,
los radicales se tiraron directamente a la yugular eclesiástica con lo que
Salvador de Madariaga -poco sospechoso de ser de derechas- calificaría de
«anticlericalismo estrecho y vengativo». Es decir, que los políticos en el
poder no sólo declararon aconfesional la República, pretendieron disolver las
órdenes religiosas, fomentaron el matrimonio civil y el divorcio y quisieron
imponer la educación laica multiplicando las escuelas, lo que era bueno y
deseable, sino que además dieron pajera libre a los descerebrados, a los
bestias, a los criminales y a los incontrolados que al mes de proclamarse el
asunto empezaron a quemar iglesias y conventos, y a montar desparrames
callejeros que nadie reprimía («Ningún convento vale una gota de sangre
obrera», era la respuesta gubernamental), dando comienzo a una peligrosa
impunidad, a un problema de orden público que, ya desde el primer momento,
truncó la fe en la República de muchos que la habían deseado y aplaudido.
Empezaron así a abrirse de nuevo, como una eterna maldición,
nuestras viejas heridas; el abismo entre los dos bandos que siempre destrozaron
la convivencia en España. Iglesia y Estado, católicos y anticlericales, amos y
trabajadores, orden establecido y revolución. A consecuencia de esos
antagonismos, como señala el historiador Julián Casanova, «la República
encontró grandes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a
fuertes desafíos desde arriba y desde abajo». Porque mientras obispos y
militares fruncían el ceño desde arriba, por abajo tampoco estaban dispuestos a
facilitar las cosas. Después de tanto soportar injusticias y miseria, cargados
de razones, de ganas y de rencor, anarquistas y socialistas tenían prisa, y
también ideas propias sobre cómo acelerar el cambio de las cosas.
Y del mismo modo que derechas e izquierdas habían conspirado
contra la primera República, haciéndola imposible, la España eterna, siempre a
gusto bajo la sombra de Caín, se disponía a hacer lo mismo con la segunda.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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