Miguel Primo de Rivera, el espadón dictador, fue un hombre
de buenas intenciones, métodos equivocados y mala suerte. Sobre todo, no era un
político. Su programa se basaba en la ausencia de programa, excepto mantener el
orden público, la monarquía y la unidad de España, que se estaba yendo al
carajo por las presiones de los nacionalismos, sobre todo el catalán. Pero el
dictador no carecía de sentido común. Su idea básica era crear ciudadanos
españoles con sentido patriótico, educados en colegios eficaces y crear para
ellos un país moderno, a tono con los tiempos.
Y anduvo por ese camino, con razonable intención dentro de
lo que cabe. Entre los tantos a su favor se cuentan la construcción y
equipamiento de nuevas escuelas, el respeto a la huelga y los sindicatos
libres, la jubilación pagada para cuatro millones de trabajadores, la jornada
laboral de ocho horas -fuimos los primeros del mundo en adoptarla-, una sanidad
nacional bastante potable, lazos estrechos con Hispanoamérica, las exposiciones
internacionales de Barcelona y Sevilla, la concesión de monopolios como
teléfonos y combustibles a empresas privadas (Telefónica, Campsa), y una
inversión en obras públicas, sin precedentes en nuestra historia, que modernizó
de forma espectacular reservas de agua, regadíos y redes de transporte. Pero no
todo era Disneylandia. La otra cara de la moneda, la mala, residía en el fondo
del asunto.
De una parte, la Iglesia Católica seguía mojando en todas
las salsas, y muchas reformas sociales, incluidas las inevitables del paso del
tiempo -cines, bailes, falda corta, mujeres que ya no se resignaban al papel
sumiso de esposa y madre-, tropezaban con los púlpitos y el confesonario, desde
donde seguía dirigiéndose la vida de buena parte de los españoles. La educación
escolar, sobre todo, era un hueso que la mandíbula eclesiástica no soltaba. Y
hasta la blasfemia -tradicional desahogo, a falta de otros, de tantos sufridos
compatriotas durante siglos- era sancionada y perseguida por la policía.
Por otra parte, los tiempos políticos estaban revueltos en
toda Europa, donde chocaban fuerzas conservadoras y nacionalistas contra
izquierdas reformadoras o revolucionarias. El bolchevismo intentaba controlar
desde Rusia el tinglado, el socialismo y el anarquismo peleaban por la
revolución, y el fascismo, que acababa de aparecer en Italia, era todavía un
experimento nuevo, cuyas siniestras consecuencias posteriores aún no eran
previsibles, que gozaba de buena imagen en no pocos ambientes. Era tentador
para algunos.
De todo eso España no podía quedar al margen ni harta de
sopas; y la Barcelona industrial, sobre todo, siguió siendo escenario de lucha
entre patronos y sindicatos, pistolerismo y violencia. Al presidente Dato, al
sindicalista Salvador Seguí y al cardenal Soldevilla, entre otros, les dieron
matarile en atentados que conmovieron a la opinión pública. Por otra parte,
fiel a su táctica de apretar cada vez que el Estado español flojea, el
nacionalismo catalán jugaba fuerte para conseguir una autonomía propia (la
primera pitada al himno nacional tuvo lugar en 1925 en el campo del FC
Barcelona, con el resultado inmediato -eran tiempos de menos paños calientes
que ahora- del cierre temporal del estadio).
El ambiente
catalaúnico estaba espeso: violencia pistolera y chulería nacionalista dificultaban
los acuerdos, y la posibilidad de una salida razonable, sensata, se truncó sin
remedio. Por otro lado, uno de los problemas graves era que todo llegaba a la
opinión pública a través de una prensa poco libre e incluso amordazada, pues la
represión de Primo de Rivera se centró especialmente en intelectuales y
periodistas, entre los que se daba el principal elemento crítico contra la
dictadura. El régimen no tenía base social y el Parlamento era un paripé. Había
multas, arrestos y destierros. Primo de Rivera odiaba a los intelectuales y
éstos lo despreciaban a muerte. Las universidades, los banquetes de homenaje,
los actos culturales, se convertían en protestas contra el dictador.
Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, entre muchos,
tomaron partido contra él. Y Alfonso XIII, el rey frívolo y señorito que había
alentado la solución autoritaria, empezó a distanciarse de su mílite favorito.
Demasiado tarde. El vínculo era demasiado estrecho; ya no había marcha atrás ni
forma de progresar por una vía liberal; así que para cuando el rey dejó caer a
Primo de Rivera, la monarquía parlamentaria estaba fiambre total. Alfonso XIII
tenía en contra a todas las voces autorizadas, que no hablaban ya de
convencerlo de nada, sino de echarlo a la puta calle.
Delenda est
monarchia, dijo Ortega y Gasset. Y a eso se dedicó el personal, pensando en una
república. La verdad es que el rey lo había puesto fácil.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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