Y de esa triste manera, señoras y
caballeros, después de perder Cuba, Filipinas, Puerto Rico y hasta la
vergüenza, reducida a lo peninsular y a un par de trocitos de África,
ninguneada por las grandes potencias que un par de siglos antes todavía le
llevaban el botijo, España entró en un siglo XX que iba a ser tela marinera.
El hijo de la reina María
Cristina dejó de ser Alfonsito para convertirse en Alfonso XIII. Pero tampoco
ahí tuvimos suerte, porque no era hombre adecuado para los tiempos turbulentos
que estaban por venir. Alfonso era un chico campechano -cosa de familia, desde
su abuela Isabel hasta su nieto Juan Carlos- y un patriota que amaba
sinceramente a España. El problema, o uno de ellos, era que tenía poca
personalidad para lidiar en esta complicada plaza.
Como dice el escritor Juan Eslava
Galán, «tenía gustos de señorito»: coches, caballos, lujo social refinado y
mujeres guapas, con las que tuvo unos cuantos hijos ilegítimos. Pero en lo de
gobernar con mesura y prudencia no anduvo tan vigoroso como en el catre. Lo
coronaron en 1902, justo cuando ya se iba al carajo el sistema de turnos por el
que habían estado gobernando liberales y conservadores. Iban a sucederse
treinta y dos gobiernos en veinte años. Había nuevos partidos, nuevas
ambiciones, nuevas esperanzas. Y menos resignación.
El mundo era más complejo, el
campo arruinado y hambriento seguía en manos de terratenientes y caciques, y en
las ciudades las masas proletarias apoyaban cada vez más a los partidos de
izquierda. Resumiendo mucho la cosa: los republicanos crecían, y los problemas
del Estado -lo mismo les suena a ustedes el detalle- alentaban el oportunismo
político, cuando no secesionista, de nacionalistas catalanes y vascos,
conscientes de que el negocio de ser español ya no daba los mismos beneficios
que antes.
A nivel proletario, los
anarquistas sobre todo, de los que España era fértil en duros y puros, tenían
prisa, desesperación y unos cojones como los del caballo de Espartero. Uno,
italiano, ya se había cepillado a Cánovas en 1897. Así que, para desayunarse,
otro llamado Mateo Morral le regaló al joven rey, el día mismo de su boda, una
bomba que hizo una matanza en mitad del cortejo, en la calle Mayor de Madrid.
En las siguientes tres décadas, sus colegas dejarían una huella profunda en la
vida española, entre otras cosas porque le dieron matarile a los políticos Dato
y Canalejas (a este último mirando el escaparate de una librería, cosa que en
un político actual sería casi imposible), y además de intentar que palmara el
rey estuvieron a punto de conseguirlo con Maura y con el dictador Primo de
Rivera. Después, descerebrados como eran esos chavales, contribuirían mucho a
cargarse la Segunda República; pero no adelantemos acontecimientos.
De momento, a principios de
siglo, lo que hacían los anarcas, o lo pretendían, era ponerlo todo patas
arriba, seguros de que el sistema estaba podrido y de que el único remedio era
dinamitarlo hasta los cimientos. Y bueno. Tuvieran o no razón, el caso es que
protagonizaron muchas primeras páginas de periódicos, con asesinatos y bombas
por aquí y por allá, incluida una que le soltaron en el Liceo de Barcelona a la
flor y la nata de la burguesía millonetis local, que dejó el patio de butacas
como el mostrador de una carnicería. Pero lo que los puso de verdad en el
candelero internacional fue la Semana Trágica, también en Barcelona. En
Marruecos -del que hablaremos otro día- se había liado un notorio pifostio; y
como de costumbre, a la guerra iban los hijos de los pobres, mientras los otros
se las arreglaban, pagando a infelices, para quedarse en casa.
Un embarque de tropas, con unas
pías damas católicas que fueron al puerto a repartir escapularios y medallas de
santos, terminó en estallido revolucionario que puso la ciudad en llamas, con
quema de conventos incluida, combates callejeros y represión sangrienta. El
Gobierno necesitaba que alguien se comiera el marrón, así que echó la culpa al
líder anarquista Francisco Ferrer Guardia, que como se decía entonces fue
pasado por las armas. Aquello suscitó un revuelo de protestas de la izquierda
internacional.
Eso hizo caer al gobierno
conservador y dio paso a uno liberal que hizo lo que pudo; pero aquello
reventaba por todas las costuras, hasta el punto de que el jefe de ese gobierno
liberal fue el mismo Canalejas al que un anarquista le pegaría un tiro cuando
miraba libros. Lo encontraban blando.
Y así, poquito a poco y cada vez
con paso más rápido, nos íbamos acercando a 1936. Pero aún quedaban muchas
cosas por ocurrir y mucha sangre por derramar. Así que permanezcan ustedes
atentos a la pantalla.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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