El siglo XIX había sido en España
-lo era todavía, en aquel momento- un desparrame de padre y muy señor mío: una
atroz guerra contra los franceses, un rey (Fernando VII) cruel, traidor y
miserable, una hija (Isabel II) incompetente, caprichosa y más golfa que María
Martillo, un rey postizo (Amadeo de Saboya) tomado a cachondeo, la pérdida de
casi todas las posesiones americanas tras una guerra sin cuartel, una primera
insurrección en Cuba, una guerra cantonal, una Primera República del Payaso
Fofó que había acabado como el rosario de la Aurora, golpes de Estado,
pronunciamientos militares a punta de pala y cuatro o cinco palabras (España,
nación, patria, centralismo, federalismo) en las que no sólo nadie se ponía de
acuerdo, sino que se convertían, como todo aquí, en arma arrojadiza contra el
adversario político o el vecino mismo.
En pretexto para la envidia, odio
y vileza hispanas, agravadas por el analfabetismo endémico general. Echando
números, nos salían sólo 15 años de intentos democratizadores contra 66
siniestros años de carcundia, iglesia, caspa, sables y reacción. Y cuando había
elecciones, éstas eran una farsa de votos amañados. Hasta un par de años antes,
todos los cambios políticos se habían hecho a base de insurrecciones y
pronunciamientos. Y la peña, para resumir, o sea, la gente normal, estaba hasta
la línea de flotación. Harta de cojones. Quería estabilidad, trabajo,
normalidad. Comer caliente y que los hijos crecieran en paz.
Así que algunos políticos,
tomando el pulso al ambiente, empezaron a plantearse la posibilidad de
restaurar la monarquía, esta vez con buenas bases. Y se fijaron en Alfonsito de
Borbón, el hijo en el exilio de Isabel II, que tenía 18 años y era un chico
agradable, bajito, moreno y con patillas, sensato y bien educado. Al principio
los militares, acostumbrados a mandar ellos, no estaban por la labor; pero un
pedazo de político llamado Cánovas del Castillo -sin duda el más sagaz y
competente de su tiempo- convenció a algunos y se acabó llevando al huerto a
todos. El método, eso sí, no fue precisamente democrático; pero a aquellas
alturas del sindiós, en plena dictadura dirigida por el eterno general Serrano
y con las Cortes inoperantes y hechas un bebedero de patos, Cánovas y los suyos
opinaban, no sin lógica, que ya daba igual un método que otro. Y que a tomar
todo por saco. Y así, en diciembre de 1874, en Sagunto y ante sus tropas, el
general Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII, por la cara.
La cosa resultó muy bien acogida,
Serrano hizo las maletas, y el chaval borbónico embarcó en Marsella, desembarcó
en Barcelona, pasó por Valencia para asegurarse de que el respaldo de los
espadones iba en serio, y a primeros del año 1875 hizo una entrada solemne en
Madrid, entre el entusiasmo de las mismas masas que hacia año y pico habían
llamado puta a su madre. Y es que el pueblo -lo mismo a ustedes les suena el
mecanismo- se las tragaba de a palmo, hasta la gola, en cuanto le pintaban un
paisaje bonito y le comían la oreja (es lo que tienen, sumadas, la ingenuidad,
la estupidez y la incultura).
El caso es que a Alfonso XII lo
recibieron como agua de mayo. Y la verdad, las cosas como son, es que no
faltaban motivos. En primer lugar, como dije antes, Cánovas era un político
como la copa de un pino (del que los de ahora deberían tomar ejemplo, en el
caso improbable de que supieran quién fue). Por otra parte, el joven monarca
era un tío estupendo, o lo parecía, quitando que le gustaban las mujeres más
que a un tonto una tiza. Pero fuera de eso, tenía sentido común y sabía estar.
Además se había casado por amor con la hija del duque de Montpensier, que era
enemigo político de su madre.
Ella se llamaba María de las
Mercedes (para saber más del asunto, libros aparte, cálcense la película ¿Dónde
vas Alfonso XII?, que lo cuenta en plan mermelada pero no está mal), era joven,
regordeta y guapa, y eso bastó para ganarse el corazón de todas las marujas y
marujos de entonces. Aquella simpática pareja fue bien acogida, y con ella el
país tuvo un subidón de optimismo.
Florecieron los negocios y mejoró
la economía. Todo iba sobre ruedas, con Cánovas moviendo hábilmente los hilos.
Hasta pudo liquidarse, al fin, la tercera guerra carlista. El rey era amigo de
codearse con el pueblo y a la gente le caía bien. Era, para entendernos, un
campechano. Y además, al morir Mercedes prematuramente, la tragedia del joven
monarca viudo -aquellos funerales conmovieron lo indecible- puso a toda España
de su parte.
Nunca un rey español había sido
tan querido. La Historia nos daba otra oportunidad. La cuestión era cuánto
íbamos a tardar en estropearla.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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