Llegados a este punto del disparate hispano en aquella
matanza que iba a durar tres años, conviene señalar una importante diferencia
entre republicanos y nacionales que explica muchas cosas, resultado final
incluido. Mientras en el bando franquista, disciplinado militarmente y sometido
a un mando único, todos los esfuerzos se coordinaban para ganar la guerra, la
zona republicana era una descojonación política y social, un disparate de
insolidaridad y rivalidades donde cada cual iba a lo suyo, o lo intentaba. Al
haberse pasado la mayor parte de los jefes y oficiales del ejército a las filas
de los sublevados, la defensa de la República había quedado en manos de unos
pocos militares leales y de una variopinta combinación, pésimamente
estructurada, de milicias, partidos y sindicatos.
La contundente reacción armada popular, que había logrado
parar los pies a los rebeldes en los núcleos urbanos más importantes como
Madrid, Barcelona, Valencia y el País Vasco, había sido espontánea y
descoordinada. Pero la guerra larga que estaba por delante requería acciones
concertadas, mandos unificados, disciplina y fuerzas militares organizadas para
combatir con éxito al enemigo profesional que tenían enfrente. Aquello, sin
embargo, era una casa de locos. La autoridad real era inexistente, fragmentada
en cientos de comités, consejos y organismos autónomos socialistas, anarquistas
y comunistas que tenían ideas e intenciones diversas.
Cada cual se constituía en poder local e iba a lo suyo, y
esas divisiones y odios, que llegaban hasta la liquidación física y sin
complejos de adversarios políticos –mientras unos luchaban en el frente, otros
se puteaban y asesinaban en la retaguardia–, iban a lastrar el esfuerzo
republicano durante toda la guerra, llevándolo a su triste final. «Rodeado de
imbéciles, gobierne usted si puede», escribiría Azaña en sus memorias. Lo que
resume bien la cosa. Y a ese carajal de facciones, demagogia y desacuerdos, de
políticos oportunistas, de fanáticos radicales y de analfabetos con pistola
queriendo repartirse el pastel, vino a sumarse, como guinda, la intervención
extranjera.
Mientras la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaban a los
rebeldes con material de guerra, aviones y tropas, el comunismo internacional
reclutó para España a los idealistas voluntarios de las Brigadas
Internacionales (que iban a morir por millares, como carne de cañón); y, lo que
fue mucho más importante, la Unión Soviética se encargó de suministrar a la
República material bélico y asesores de élite, expertos políticos y militares cuya
influencia en el desarrollo del conflicto sería enorme.
A esas alturas, con cada cual barriendo para casa, el asunto
se planteaba entre dos opciones que pronto se convirtieron en irreconciliables
tensiones: ganar la guerra para mantener la legalidad republicana, o
aprovecharla para hacer una verdadera revolución social a lo bestia, que las
izquierdas más extremas seguían considerando fundamental y pendiente. Los
anarquistas, sobre todo, reacios a cualquier forma de autoridad seria, fueron
una constante fuente de indisciplina y de problemas durante toda la guerra
(discutían las órdenes, se negaban a cumplirlas y abandonaban el frente para
irse a visitar a la familia), derivando incluso aquello en enfrentamientos
armados.
Tampoco los socialistas extremos de Largo Caballero querían
un ejército formal –«ejército de la contrarrevolución», lo motejaba aquel
nefasto idiota–, sino sólo milicias populares, como si éstas fueran capaces de
hacer frente a unas tropas franquistas eficaces, bien mandadas y profesionales.
Y así, mientras unos se partían la cara en los frentes de batalla, otros se la
partían entre ellos en la retaguardia, peleándose por el poder, minando el
esfuerzo de guerra y sometiendo a la República a una sucesión de sobresaltos
armados y políticos que iban a dar como resultado sucesivos gobiernos
inestables –Giral, Largo Caballero, Negrín– y llevarían, inevitablemente, al
desastre final.
Por suerte para el
bando republicano, la creciente influencia comunista, con su férrea disciplina
y sus objetivos claros, era partidaria de ganar primero la guerra; lo que no
impedía a los hombres de Moscú, tanto españoles como soviéticos, limpiar el
paisaje de adversarios políticos a la menor ocasión, vía tiro en la nuca.
Pero eso, en fin, permitió resistir con cierto éxito la
presión militar de los nacionales, al vertebrarse de modo coherente, poco a
poco y basándose en la magnífica experiencia pionera del famoso Quinto
Regimiento –también encuadrado por comunistas–, el ejército popular de la
República.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal
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