Transformado el golpe militar en guerra civil, el bando
nacional -a diferencia del republicano- comprendió, con mucha lucidez militar,
la necesidad de un mando único para conducir de forma eficaz aquella matanza.
También la Alemania nazi y la Italia fascista exigían un interlocutor concreto,
un nombre, un rostro con quien negociar apoyo financiero, diplomático y
militar. Y su favorito de toda la vida era el general Franco. Ante esa
evidencia, la junta rebelde acabó cediendo a éste los poderes, que se vieron
reforzados -aquel espadón gallego y bajito era un tipo con suerte- porque los
generales Sanjurjo y Mola palmaron en sendos accidentes de aviación.
Y cuando las tropas nacionales fracasaron en su intento de
tomar Madrid, y la cosa tomó derroteros de guerra larga, el flamante jefe
supremo decidió actuar con minuciosa y criminal calma, sin prisas, afianzando
de forma contundente las zonas conquistadas, sin importarle un carajo la
pérdida de vidas humanas propias o ajenas. La victoria final podía esperar, pues
mientras tanto había otras teclas importantes que ir tocando: asegurar su poder
y afianzar la retaguardia. Así, mientras la parte bélica del que ya se llamaba
Alzamiento Nacional discurría por cauces lentos pero seguros, el ahora Caudillo
de la nueva España se puso a la tarea de concentrar poderes y convertirla en
Una, Grande y Libre -eso decía él-, aunque entendidos los tres conceptos muy a
su manera.
A su peculiar estilo. Apoyado, naturalmente, por todos los
portadores de botijo, oportunistas y sinvergüenzas que en estos casos, sin
distinción de bandos o ideologías, suelen acudir en socorro del vencedor
preguntando qué hay de lo mío. A esas alturas, la hipócrita política de no
intervención de las democracias occidentales, que habían decidido lavarse las manos
en la pajarraca hispana, beneficiaba al bando nacional más que a la República.
De modo que, conduciendo sin prisas una guerra metódica cuya duración lo
beneficiaba, remojado por el clero entusiasta en agua bendita, obedecido por
los militares, acogotando a los requetés y falangistas que pretendían ir por
libre y sustituyéndolos por chupacirios acojonados y sumisos, reuniendo en su
mano todos los poderes imaginables, el astuto, taimado e impasible general
Franco (ya nadie tenía huevos de llamarlo Franquito, como cuando era comandante
del Tercio en Marruecos) se elevó a sí mismo a la máxima magistratura como
dictador del nuevo Estado nacional.
Con el jefe de la Falange, José Antonio, recién fusilado por
los rojos -otro golpe de suerte-, los requetés carlistas bajo control y las
tropas dirigidas por generales que le eran por completo leales -a los que no,
los quitaba de en medio con mucha astucia-, Franco puso en marcha, paralela a
la acción militar, una implacable política de fascio-militarización nacional
basada en dos puntos clave: unidad de la patria amenazada por las hordas
marxistas y defensa de la fé (entonces fé aún se escribía con acento) católica,
apostólica y romana. Todas las reformas que con tanto esfuerzo y salivilla
había logrado poner en marcha la República se fueron, por supuesto, al carajo.
La represión fue durísima: palo y tentetieso. Hubo pena de muerte para
cualquier clase de actividad huelguista u opositora, se ilegalizaron los
partidos y se prohibió toda actividad sindical, dejando indefensos a obreros y
campesinos. Las tierras ocupadas se devolvieron a los antiguos propietarios y
las fábricas a manos de los patronos. En lo social y doméstico «se entregó de
nuevo al clero católico -son palabras del historiador Enrique Moradiellos- el control
de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural». Casi todos los
maestros -unos 52.000- fueron vigilados, expedientados, expulsados,
encarcelados o fusilados.
Volvieron a separarse niños y niñas en las escuelas, pues
aquello se consideraba «un crimen ministerial contra las mujeres decentes», se
suprimió el divorcio -imaginen el desparrame-, las festividades católicas se
hicieron oficiales y la censura eclesiástica empezó a controlarlo todo.
Los niños alzaban el brazo en las escuelas; los futbolistas,
toreros y el público, en estadios, plazas de toros y cines; y hasta los obispos
lo hacían -ver esas fotos da vergüenza- al sacar al Caudillo bajo palio después
de misa, mientras las cárceles se llenaban de presos, los piquetes de ejecución
curraban a destajo y las mujeres, devueltas a su noble condición de compañeras
sumisas, católicas esposas y madres, se veían privadas de todos los importantes
progresos sociales y políticos que habían conseguido durante la República.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal
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