Y ahora, ya de nuevo y por fin en esa gozosa guerra civil en
la que tan a gusto nos sentimos los españoles, con nuestra larga historia de
bandos, facciones, odios, envidias, rencores, etiquetas y nuestro constante
«estás conmigo o contra mí», nuestro «al adversario no lo quiero vencido ni
convencido, sino exterminado», nuestro «lo que yo te diga» y nuestro «se va a
enterar ese hijo de puta», cuando disponemos de los medios y la impunidad
adecuada, y sumando además la feroz incultura del año 36 y la mala simiente
sembrada en unos y otros por una clase política ambiciosa, irresponsable y sin
escrúpulos, vayan haciéndose ustedes idea de lo que fue la represión del
adversario en ambos bandos, rebelde y republicano, nacional y rojo, cuando el
pifostio se les fue a todos de las manos: unos golpistas que no consiguieron
doblegar con rapidez la resistencia popular, como pretendían, y unos leales a
la República que, sumidos en el caos de un Estado al que entre todos habían
pasado años destruyendo hasta convertirlo en una piltrafa, se veían incapaces
de aplastar el levantamiento, por muchas ganas y voluntad que le echaran al
asunto.
Con la mayor parte del ejército en rebeldía, secundada por
falangistas, carlistas y otras fuerzas de derecha, sólo las organizaciones
políticas de izquierda, en unión de algunas tropas leales, guardias de asalto y
unos pocos guardias civiles no sublevados, estaban preparadas para hacer frente
al asunto. Así que se decidió armar al pueblo como recurso. Eso funcionó en
algunos lugares y en otros no tanto; pero la confrontación del entusiasmo
popular con la fría profesionalidad de los rebeldes obró el milagro de igualar
las cosas. Obreros y campesinos con escopetas de caza y fusiles que no sabían
usar mantuvieron media España para la República y murieron con verdadero
heroísmo en la otra media. Así, poco a poco, entre durísimos combates, los
frentes se fueron estabilizando.
Pero a esa guerra civil se había llegado a través de mucho
odio, al que venía a sumarse, naturalmente, la muy puerca condición humana.
Allí donde alguien vencía, como suele ocurrir, todos acudían en socorro del
vencedor: unos por congraciarse con el más fuerte, otros para borrar viejas
culpas, otros por ambición, supervivencia o ganas de venganza. Así que a la
matanza de los frentes de batalla, por una parte, a la calculada y criminal
política de represión sistemática puesta en pie por el bando rebelde para
aterrorizar y aplastar al adversario, a la ejecución también implacable -y
masiva, a menudo- por parte de los republicanos de los militares rebeldes y
derechistas activos que en los primeros momentos cayeron en sus manos, o sea, a
todo ese disparate de sangre inmediata y en caliente, vino a añadirse el horror
frío y prolongado de la retaguardia. De ambas retaguardias.
De aquellos lugares donde no había gente que se pegaba tiros
de trinchera a trinchera de tú a tú, que mataba y moría por sus ideas o
simplemente porque la casualidad la había puesto en tal o cual bando (caso de
la mayor parte de los combatientes de todas las guerras civiles que en el mundo
han sido), sino gentuza emboscada, delincuentes, oportunistas, ladrones y
asesinos que se paseaban con armas a cientos de kilómetros del frente, matando,
torturando, violando y robando a mansalva, lo mismo con el mono de miliciano
que con la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Canallas oportunistas,
todos ellos, a quienes los militares rebeldes encomendaron la parte más sucia
de la represión y el régimen de terror que estaban resueltos a imponer; y a los
que, en el otro lado, el gobierno republicano, rehén del pueblo al que no había
tenido más remedio que armar, era incapaz de controlar mientras se dedicaban,
en un sindiós de organizaciones, grupos y pandillas de matones y saqueadores,
todos en nombre del pueblo y la República, a su propia revolución brutal, a sus
ajustes de cuentas, a su caza de curas, burgueses y fascistas reales o
imaginarios. Eso, cuando no eran las autoridades quienes lo alentaban.
Así que cuidado. No todos los que hoy recuerdan con orgullo
a sus abuelos, heroicos luchadores de la España republicana o nacional, saben
que muchos de esos abuelos no pasaron la guerra peleando con sus iguales,
matando y muriendo por sus ideas o su mala suerte, sino sacando de sus casas de
madrugada a infelices, cebando cunetas y tapias de cementerios con maestros de
escuela, terratenientes, sacerdotes, militares jubilados, sindicalistas,
votantes de derechas o de izquierdas, incluso simples propietarios de algo
bueno para expropiar o robar.
Así que menos orgullo y menos lobos, Caperucita.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal
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