Del 17 al 18 de julio, la sublevación militar iniciada en
Melilla se extendió al resto de plazas africanas y a la península con el apoyo
civil de carlistas y falangistas. De 53 guarniciones militares, 44 dieron el
cante. Entre quienes llevaban uniforme, algunos se echaron para adelante con
entusiasmo, otros de mala gana y otros se negaron en redondo (en contra de lo
que suele contarse, una parte del ejército y de la Guardia Civil permaneció
fiel a la República). Pero el cuartelazo se llevó a cabo, como ordenaban las
instrucciones del general Mola, sin paños calientes.
Allí donde triunfó el golpe, jefes, oficiales y soldados que
no se sumaron a la rebelión, incluso indecisos, fueron apresados y fusilados en
el acto –pasados por las armas era el delicioso eufemismo- o en los días
siguientes. En las listas negras empezaron a tacharse nombres vía cárcel,
cuneta o paredón. Militares desafectos o tibios, políticos, sindicalistas,
gente señalada por sus ideas de izquierda, empezó a pasar por la máquina de
picar carne. La represión de cuanto olía a República fue deliberada desde el
primer momento, fría e implacable; se trataba de aterrorizar y paralizar al
adversario. Que, por su parte, reaccionó con notable rapidez y eficacia, dentro
del caos reinante. La pequeña parte del ejército que permaneció fiel a la
República, militares profesionales apoyados por milicias obreras y campesinas
armadas a toda prisa, mal organizadas pero resueltas a combatir con entusiasmo
a los golpistas, resultó clave en aquellos días decisivos, pues se opuso con
firmeza a la rebelión y la aplastó en media península.
En Barcelona, en Oviedo, en Madrid, en Valencia, en la mitad
de Andalucía, la sublevación fracasó; y muchos rebeldes, que no esperaban tanta
resistencia popular, quedaron aislados y en su mayor parte acabaron palmando
-ahí se hacían pocos prisioneros-. Cuatro días después, lo que iba a ser un
golpe de estado rápido y brutal, visto y no visto, se empezó a estancar. Las
cosas no eran tan fáciles como en el papel. Sobre el 21 de julio, España ya
estaba partida en dos. El gobierno republicano conservaba el control de las
principales zonas industriales -los obreros, batiéndose duro, habían sido
decisivos- y una buena parte de las zonas agrícolas, casi toda la costa
cantábrica y casi todo el litoral mediterráneo, así como la mayor parte de la
flota y las principales bases aéreas y aeródromos.
Pero en las zonas que los rebeldes controlaban, y a partir
de ellas, éstos se movían con rapidez, dureza y eficacia. Gracias a la ayuda
técnica, aviones y demás, que alemanes e italianos -cuya tecla habían pulsado
los golpistas antes de tirarse a la piscina- prestaron desde el primer momento,
los legionarios del Tercio y los moros de Regulares empezaron a llegar desde
las guarniciones del norte de África, y las columnas rebeldes aseguraron
posiciones y avanzaron hacia los centros de resistencia más próximos. Se
enfrentaban así eficacia y competencia militar, de una parte, contra entusiasmo
popular y ganas de pelear de la otra; hasta el punto de que, a fuerza de
cojones y escopetazos, ambas fuerzas tan diferentes llegaron a equilibrarse en
aquellos primeros momentos. Lo que dice mucho, si no de la preparación, sí de
la firmeza combativa de las izquierdas y su parte correspondiente de pueblo
armado.
Empezó así la primera de las tres fases en las que iba a
desarrollarse aquella guerra civil que ya estaba a punto de nieve: la de
consolidación y estabilización de las dos zonas, que se prolongaría hasta
finales de año con el frustrado intento de los sublevados por tomar Madrid (la
segunda fase, hasta diciembre de 1938, fue ya una guerra de frentes y
trincheras; y la tercera, la descomposición republicana y las ofensivas finales
de las tropas rebeldes). Los sublevados, que apelaban a los valores cristianos
y patrióticos frente a la barbarie marxista, empezaron a llamarse a sí mismos
tropas nacionales, y en la terminología general quedó este término para ellos,
así como el de rojos para los republicanos.
Pero el problema principal era que esa división en dos
zonas, roja y nacional, no correspondía exactamente con quienes estaban en
ellas. Había gente de izquierdas en zona nacional y gente de derechas en zona
roja. Incluso soldados de ambos bandos estaban donde les había tocado, no donde
habrían querido estar. También gente ajena a unos y otros, a la que aquel
sangriento disparate pillaba en medio. Y entonces, apelando al verdugo y al
inquisidor que siglos de historia infame nos habían dejado en las venas, los
que tenían las armas en una y otra zona se aplicaron, con criminal entusiasmo,
a la tarea de clarificar el paisaje.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal
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