Entre los errores cometidos por la Segunda República, el más
grave fue la confrontación con la Iglesia Católica. En vez de proceder a un
desmantelamiento inteligente del inmenso poder que ésta seguía teniendo en
España, apoyándose sobre todo en la educación escolar y la paciencia táctica,
los gobiernos republicanos abordaron el asunto con prisas y torpes maneras,
enajenándose los sentimientos religiosos de un sector importante de la sociedad
española, desde los poderosos a los humildes: eliminación de procesiones de
Semana Santa en varias ciudades y pueblos, cobrar impuestos a los entierros
católicos y prohibición de tocar campanas para la misa, entre otras idioteces,
encabronaron mucho a la peña practicante.
Y al descontento conspirativo de cardenales, arzobispos y
obispos se unía el de buena parte de los mandos militares, cuyos callos pisaba
la República un día sí y otro también, perfilándose de ese modo un peligroso
eje púlpitos-cuarteles que tendría nefastas consecuencias. La primera se llamó
general Sanjurjo: un espadón algo bestia apoyado por los residuos monárquicos,
por la Iglesia y militares derechistas, que intentó una chapuza de golpe de
Estado el verano de 1932, frustrado por la huelga general que emprendieron, con
mucha resolución y firmeza, socialistas, anarquistas y comunistas.
Ese respaldo popular dio vitaminas al gobierno republicano,
que se lanzó a iniciativas osadas y necesarias que incluían una reforma agraria
-que puso a los caciques rurales hechos unas fieras- y un estatuto de autonomía
para Cataluña. El problema fue que en el campo y las fábricas había mucha
hambre, mucha necesidad, mucha incultura y muchas prisas, y la cosa se fue
descontrolando, sobre todo donde los anarquistas entendieron que había llegado
la hora de que el viejo orden se fuera por completo y con rapidez al carajo.
Para espanto de una parte de la derecha y satisfacción de la
parte más extrema, que aguardaba su ocasión, se sucedieron las huelgas e
insurrecciones con tiros y muertos -Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Pasajes, Alto
Llobregat- alentadas por el ala más dura de la CNT, el sindicato anarquista que
a su vez estaba enfrentado a la UGT, el sindicato socialista, en una cada vez
más agria guerra civil interna entre la gente de izquierda, pues ambas
formaciones se disputaban la hegemonía sobre la clase trabajadora.
La idea básica era que sólo la fuerza podía liquidar los
privilegios de clase y emancipar a obreros y campesinos. De ese modo, el
anarquismo se hacía cada vez más radical y violento, desconfiando de toda conciliación
y abandonando la disciplina. En 1933, en plena huelga revolucionaria convocada
por la CNT, en el pueblecito gaditano de Casas Viejas (donde cuatro de cada
cinco trabajadores estaban en paro y en la más absoluta miseria), los
desesperados lugareños le echaron huevos al asunto, cogieron las escopetas de
caza y asaltaron el cuartel de la Guardia Civil.
La represión ordenada por el gobierno republicano fue
inmediata y bestial, con la muerte de 24 personas -incluidos un anciano, dos
mujeres y un niño- a las que se dio matarile a manos de la Guardia de Asalto y
la Guardia Civil. Para esa época, las derechas ya se organizaban políticamente
en la llamada Confederación Española de Derechas Autónomas, CEDA, liderada por
José María Gil Robles, en torno a la que se fue estableciendo (católicos,
monárquicos, carlistas, republicanos de derechas y otros elementos
conservadores, o sea, la llamada gente de orden) un frente único antimarxista y
antirrevolucionario con un respaldo de votos bastante amplio. Y como no hay dos
sin tres, y en España sin cuatro, a complicar el paisaje vino a sumarse el
asunto catalán.
Cuando, según los vaivenes políticos, el gobierno
republicano pretendió imponer disciplina en el creciente desmadre nacional,
diciendo vamos a ver, rediós, alguien tiene que mandar aquí y que se le
obedezca, oigan, y un montón de líderes obreros fueron encarcelados por salirse
de cauces, y la anterior simpatía hacia las aspiraciones autonómicas
periféricas se enfrió en las Cortes, el presidente de la Generalitat, Lluís
Companys, decidió montárselo aparte y proclamó por su cuenta «el Estado catalán
dentro de una república federal española» que sólo existía en sus intenciones.
De momento la desobediencia acabó controlada con muy poca
sangre, pero eso llevaría a Companys al paredón tras la Guerra Civil, cuando
cayó en manos franquistas. Aun así, es interesante recordar lo que en los años
70 dijo al respecto un viejo comunista: «Si hubiésemos ganado la guerra, a
Companys también lo habríamos fusilado nosotros, por traidor a la República».
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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