Alfonso XIII sólo sobrevivió, como rey, un año y tres meses
a la caída del dictador Primo de Rivera, a quien había ligado su suerte,
primero, y dejado luego tirado como una colilla. Abandonado por los
monárquicos, despreciado por los militares, violentamente atacado por una
izquierda a la que sobraban motivos para atacar, las elecciones de 1931 le
dieron la puntilla al rey y a la monarquía.
Las había precedido una buena racha de desórdenes políticos
y callejeros. De una parte, los movimientos de izquierdas, socialistas y
anarquistas, apretaban fuerte, con banderas tricolores ondeando en sus mítines,
convencidos de que esa vez sí se llevaban el gato al agua. Al otro lado del
asunto, la derecha se partía en dos. una liberal, más democrática, de carácter
republicano, y otra ultramontana, enrocada en la monarquía y la Iglesia
católica como bastiones de la civilización cristiana, de contención ante la
feroz galopada comunista, aquel fantasma que recorría Europa y estaba poniendo
buena parte del mundo patas arriba.
El caso es que, en las elecciones municipales del 12 de
abril, en 42 de 45 ciudades importantes arrasó la coalición
republicano-socialista. Lo urbano se había pronunciado sin paños calientes por
la República, o sea, porque Alfonso XIII se fuera a tomar viento. Los votos del
ámbito rural, sin embargo, salieron favorables a las listas monárquicas; pero
las izquierdas sostenían, no sin razón, que ese voto estaba en mano de los
caciques locales y, por tanto, era manipulado.
El caso es que, antes de que acabara el recuento, la peña se
adelantó echándose a la calle, sobre todo en Madrid, a celebrar la caída del
rey. A esas alturas, el monarca no podía contar ya ni con el ejército. Estaba
indefenso. Y, como ocurrió siempre (y sigue ocurriendo en esa clase de situaciones,
que es lo bonito y lo ameno que tenemos aquí), los portadores de botijo
palaciegos que hasta ayer habían sido fieles monárquicos descubrieron de
pronto, al mirarse al espejo, que toda la vida habían sido republicanos hasta
las cachas, oiga, por favor, demócratas de toda la vida, por quién me toma
usted.
Y los cubos de basura y los tenderetes del Rastro madrileño
se llenaron, de la noche a la mañana, de retratos de su majestad Alfonso XIII a
caballo, a pie, en coche, de militar, de paisano, de jinete de polo, con clavel
en la solapa y con entorchados de almirante de la mar océana. Y todas las
señoras en las que había pernoctado su majestad, que a esas alturas eran unas
cuantas, lo mismo aristócratas que bataclanas el hombre nos había salido muy
aficionado al intercambio de microbios se apresuraron a retirar del aparador y
esconder las fotos, dedicadas en plan A mi querida Fulanita o Menganita, tu
rey, etcétera. Y, en fin.
El ciudadano Borbón hizo las maletas y se fue al destierro
con una celeridad extraordinaria, en plan Correcaminos, por si la cosa no
quedaba sólo en eso. «No quiero que se derrame una gota de sangre española»,
dijo al irse, acuñando frase para la Historia; lo que demuestra que, además de
torpe e incompetente como rey, como profeta era un puñetero desastre. De
cualquier modo, en aquel momento los españoles siempre ingenuos cuando
decidimos no ser violentos, envidiosos o miserables consideraban el horizonte
mucho más luminoso que negro. La gente llenaba las calles, entusiasmada,
agitando la nueva bandera con su franja morada; y los políticos, tanto los
republicanos de toda la vida como los que acababan de ver la luz y subirse al
carro, se dispusieron a establecer un nuevo Estado español democrático, laico y
social que respetase, además, las peculiaridades vasca y catalana. Ése era el
futuro, nada menos.
Así que imaginen ustedes el ambiente. Todo pintaba bien, en
principio, al menos en los titulares de los periódicos, en los cafés y en las
conversaciones de tranvía. Con las primeras elecciones, moderados y católicos
quedaron en minoría, y se impusieron los republicanos de izquierda y los
socialistas.
Una España diferente, distinta a la que llevaba siglos
arrastrándose ante el trono y el altar, cuando no exiliada, encarcelada o
fusilada, era posible de nuevo (pongan aquí música de trompetas y de violines).
La Historia, a menudo mezquina con nosotros, ofrecía otra rara oportunidad; una
ocasión de oro que naturalmente, en espectacular alarde de nuestra eterna
capacidad para el suicidio político y social, nos íbamos a cargar en sólo cinco
años.
Con dos cojones. Y es que, como decía un personaje de no
recuerdo qué novela igual hasta era mía España sería un país estupendo si no
estuviera lleno de españoles.
[Continuará]
Arturo Pérez-Reverte
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