A Alfonso XIII, con sus torpezas e indecisiones, sus idas y
venidas con tuna y bandurria a la reja de los militares y otros notables
borboneos, se le pueden aplicar los versos que el gran Zorrilla había puesto en
boca de don Luis Mejías, referentes a Ana de Pantoja, cuando aquél reprocha a
don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, sí / mas con lo que habéis osado /
imposible la hais dejado / para vos y para mí».
En lo de la medicina autoritaria vía Primo de Rivera le
había salido el tiro por la culata, y su poca simpatía por el sistema de
partidos se le seguía notando demasiado. Enrocada en la alta burguesía y la
Iglesia católica como últimas trincheras, la España monárquica empezaba a ser
inviable. Aquello no tenía marcha atrás, y además la imagen del rey no era
precisamente la que los tiempos reclamaban, porque el lado frívolo del fulano
hacía a menudo clamar al cielo: mucha foto en Biarritz y San Sebastián, mucho
hipódromo, mucho automóvil, mucho aristócrata chupóptero cerca y mucho
millonetis más cerca todavía, con algún viaje publicitario a las Hurdes, eso
sí, para repartir unos duros y hacerse fotos con los parias de la tierra.
Todo eso (en un paisaje donde la pugna europea entre
derechas e izquierdas, entre fuerzas conservadoras y fuerzas primero
descontentas y ahora revolucionarias, tensaba las cuerdas hasta partirlas), era
pasearse irresponsablemente por el borde del abismo.
Para más complicación, la guerra de África y la dura campaña
del Rif habían creado un nuevo tipo de militar español, tan heroico en el campo
de batalla como peligroso en la retaguardia, nacionalista a ultranza, proclive
a la camaradería con sus iguales, duro, agresivo y con fuerte moral de combate,
hecho a la violencia y a no dar cuartel al adversario. Un tipo de militar que,
como consecuencia de los disparates políticos que habían dado lugar a las
tragedias de Marruecos, despreciaba profundamente el sistema parlamentario y
conspiraba en juntas, casinos militares y salas de banderas, y luego en la
calle, contra lo que no le gustaba.
En su mayor parte, esos mílites eran nacionalistas y
patriotas radicales, con la diferencia de que, sobre todo tras el fracaso de la
dictadura de Primo de Rivera, unos se inclinaban por soluciones autoritarias
conservadoras, y otros -éstos eran menos, aunque no pocos- por soluciones
autoritarias desde la izquierda. Que ambas manos cuecen habas. En cualquier
caso, unos y otros estaban convencidos de que la monarquía iba de cráneo y
cuesta abajo; y así, el republicanismo (en contra de lo que piensan hoy muchos
idiotas, siempre hubo republicanos de izquierdas y de derechas) se extendía por
la rúa tanto como por los cuarteles.
Por otra parte, los desafíos vasco y catalán, este último
cada vez más inclinado al separatismo insurreccional, emputecían mucho el
paisaje; y el oportunismo de numerosos políticos centralistas y periféricos,
ávidos de pescar en río revuelto, complicaba toda solución razonable. Tampoco
la Iglesia católica, con la que se tropezaba a cada paso en materia de
educación escolar, emancipación de la mujer y reformas sociales -incluso el cine,
los bailes y la falda corta le parecían pecaminosos-, facilitaba las cosas.
Una monarquía constitucional y democrática se había vuelto
imposible porque el rey mismo la había matado; y ahora, ido el dictador Primo
de Rivera, Alfonso XIII recuperaba un cadáver político: el suyo. La prensa, el
ateneo y la cátedra exigían un cambio serio y el fin del pasteleo.
Hervían las universidades que daba gusto, los jóvenes
obreros y estudiantes se afiliaban a sindicatos y organizaciones políticas y
alzaban la voz, y las fuerzas más a la izquierda apuntaban a la república no ya
como meta final, sino como sólo un paso más hacia el socialismo. Los
partidarios del trono eran cada vez menos, e intelectuales como Ortega y
Gasset, Unamuno o Marañón empezaron a dirigir fuego directo contra Alfonso
XIII. Nadie se fiaba del rey. Los últimos tiempos de la monarquía fueron
agónicos; ya no se pedían reformas, sino echar al monarca a la puta calle.
Se organizó una conspiración militar republicana por todo lo
alto, al viejo estilo del XIX; pero salió el cochino mal capado, porque antes
de la fecha elegida para la sublevación, que incluía huelga general, dos
tenientes exaltados, Galán y García Hernández, se adelantaron dando el cante en
Jaca, por su cuenta. Fueron fusilados más pronto que deprisa -eso los convirtió
en mártires populares- y el pronunciamiento se fue al carajo.
Pero el pescado estaba vendido. Cuando en enero de 1931 se
convocaron elecciones, todos sabían que éstas iban a ser un plebiscito sobre
monarquía o república. Y que venían tiempos interesantes.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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