Alfonso XII palmó joven y de tuberculosis. Demasiado pronto.
Tuvo el tiempo justo para hacerle un cachorrillo a su segunda esposa, María
Cristina de Ausburgo, antes de decir adiós, muchachos. Se murió con sólo 28
tacos de almanaque dejando detrás a una regente viuda y preñada, a Cánovas y
Sagasta alternándose en el poder con su choteo parlamentario de compadres de
negocio, y a una España de injusticia social, alejada de la vida pública y
todavía débilmente nacionalizada, muy por debajo de un nivel educativo digno,
sometida a las tensiones impuestas por un Ejército hecho a decidir según su
arrogante voluntad, una oligarquía económica que iba a lo suyo y una Iglesia
católica acostumbrada a mojar en todas las salsas, controlando vidas,
conciencias y educación escolar desde púlpitos y confesonarios. El Estado,
incapaz de mantener un sistema decente de enseñanza nacional -de ahí la frase
«pasa más hambre que un maestro de escuela»-, dejaba en manos de la Iglesia una
gran parte de la educación, con los resultados que eran de esperar.
No era cosa, ojo, de formar buenos ciudadanos, sino buenos
católicos. Dios por encima del césar. Y así, entre flores a María y rosarios
vespertinos, a buena parte de los niños españoles que tenían la suerte de poder
acceder a una educación se les iba la pólvora en salvas, muy lejos de los
principios de democracia, libertad y dignidad nacional que habían echado sus
débiles raíces en el liberalismo del Cádiz de La Pepa. De ese modo, tacita a
tacita de cicuta trasegada con desoladora irresponsabilidad, los españoles
(«Son españoles los que no pueden ser otra cosa», había bromeado Cánovas con
muy mala sombra) volvíamos a quedarnos atrás respecto a la Europa que avanzaba
hacia la modernidad. Incapaces, sobre todo, de utilizar nuestra variada y
espectacular historia, los hechos y lecciones del pasado, para articular en
torno a ellos palabras tan necesarias en esa época como formación patriótica,
socialización política e integración nacional.
Nuestro patriotismo -si podemos llamarlo de esa manera-,
tanto el general como el particular de cada patria chica, resultaba populachero
y barato, tan elemental como el mecanismo de un sonajero. Estaba hecho de
folklore y sentimientos, no de razón; y era manipulable, por tanto, por
cualquier espabilado. Por cualquier sinvergüenza con talento, labia o recursos.
A eso hay que añadir una prensa a veces seria, aunque más a menudo partidista e
irresponsable.
Al otro lado del tapete, sin embargo, había buenas bazas.
Una sociedad burguesa bullía, viva. La pintura histórica se había puesto de
moda, y la literatura penetraba en muchos hogares mediante novelas nacionales o
traducidas que se convertían en verdaderos best-sellers. Incluso se había
empezado a editar la monumental Biblioteca de Autores Españoles. Había avidez
de lectura, de instrucción y de memoria. De conocimientos. Los obreros -algunos
de ellos- leían cada vez más, y pronto se iba a notar. Sin embargo, eso no era
suficiente. Faltaba ánimo general, faltaba sentido común colectivo. Faltaban,
sobre todo, cultura y educación.
Faltaba política previsora y decente a medio y largo plazo.
Como muestra elocuente de esa desidia y ausencia de voluntad podemos recordar,
por ejemplo, que mientras en las escuelas francesas se leía obligatoriamente el
patriótico libro Le tour de France par deux enfants (1877) y en Italia la
deliciosa Cuore de Edmundo d´Amicis (1886), el concurso convocado (1921) en
España para elaborar un Libro de la Patria destinado a los escolares quedó
desierto.
Contra toda esa apatía, sin embargo, se alzaron voces
inteligentes defendiendo nuevos métodos educativos de carácter liberal para
formar generaciones de ciudadanos españoles cultos y responsables. La clave,
según estos intelectuales, era que nunca habría mejoras económicas en España
sin una mejora previa de la educación.
Dicho en corto, que de nada vale una urna si el que mete el
voto en ella es analfabeto, y que con mulas de varas, ovejas pasivas o cerdos
satisfechos en lugar de ciudadanos, no hay quien saque un país adelante. Todos
esos esfuerzos realizados por intelectuales honrados, que fueron diversos y
complejos, iban a prolongarse durante la regencia de María Cristina, el reinado
de Alfonso XIII y la Segunda República hasta la tragedia de 1936-39. Y buena
parte de esos mismos intelectuales acabaría pagándolo, a la larga, con el
exilio, con la prisión o con la vida.
La vieja y turbia España, pródiga en rencores, nunca olvida
sus ajustes de cuentas. Pero no adelantemos tragedias, pues hasta ésas quedaban
otras, y no pocas, por materializarse todavía.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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