Cosa curiosa, oigan. Con el
reinado de Isabel II pendiente de un hilo y una España que políticamente era la
descojonación de Espronceda, el nuestro seguía siendo el único país europeo de
relevancia que no había tenido una revolución para cargarse a un rey, con lo
que esa imagen del español insumiso y machote, tan querida de los viajeros
románticos, era más de coplas que de veras. En Gran Bretaña habían decapitado a
Carlos I y los franceses habían afeitado en seco a Luis XVI: más revolución,
imposible. Por otra parte, Alemania e incluso la católica Italia tenían en su
haber interesantes experiencias republicanas. Sin embargo, en esta España de
incultura, sumisión y misa diaria, los reyes, tanto los malvados como los
incompetentes -de los normales apenas hubo-, morían en la cama.
Tal fue el caso de Fernando VII,
el más nefasto de todos; pero, y esta vez sería la excepción, no iba a ser así
con Isabel II, su hija. Los caprichos y torpezas de ésta, la chulería de los
militares, la desvergüenza de los políticos aliados con banqueros o sobornados
por ellos, la crisis financiera, llegaban al límite. Toda España estaba hasta
la línea de Plimsoll, y aquello no se sostenía ni con novenas a la Virgen.
La torpe reina, acostumbrada a
colocar en el gobierno a sus amantes, tenía en contra a todo el mundo. Así que
al final los espadones, dirigidos por el prestigioso general Prim, montaron el
pifostio, secundados por juntas revolucionarias de paisanos apoyadas por
campesinos arruinados o jornaleros en paro. Las fuerzas leales a la reina se
retiraron después de una indecisa batalla en el puente de Alcolea; e Isabelita,
que estaba de vacaciones en el Norte con Marfori -su último chuloputas-, hizo
los baúles rumbo a Francia.
Por supuesto, en cuanto triunfó
la revolución, y las masas (creyendo que el cambio iba en serio, los pardillos)
se desahogaron ajustando cuentas en un par de sitios, lo primero que hicieron
los generales fue desarmar a las juntas revolucionarias y decirles: claro que
sí, compadre, lo que tú digas, viva la revolución y todo eso, naturalmente;
pero ahora te vas a tu casa y te estás allí tranquilo, y el domingo a los
toros, que todo queda en buenas manos. O sea, en las nuestras. Y no se nos
olvida eso de la república, en serio; lo que pasa es que esas cosas hay que
meditarlas despacio, chaval. ¿Capisci? Así que ya iremos viendo.
Mientras, provisionalmente, vamos
a buscar otro rey. Etcétera. Y a eso se pusieron. A buscar para España otro rey
al que endilgarle esta vez una monarquía más constitucional, con toques
progresistas y tal. Lo mismo de antes, en realidad, pero con aire más moderno
-la mujer, por supuesto, no votaba- y con ellos, los mílites gloriosos y sus
compadres de la pasta, cortando como siempre el bacalao. Don Juan Prim, que era
general y era catalán, dirigía el asunto, y así empezó la búsqueda patética de
un rey que llevarnos al trono.
Y digo patética porque, mientras a
finales del siglo XVII había literalmente hostias para ser rey de España, y por
eso hubo la Guerra de Sucesión, esta vez el trono de Madrid no lo quería nadie
ni regalado. Amos, anda, tía Fernanda, decían las cortes europeas. Que ese
marrón se lo coma Rita la Cantaora. Al fin, Prim logró engañar al hijo del rey
de Italia, Amadeo de Saboya, que -pasado de copas, imagino- le compró la moto.
Y se vino. Y lo putearon entre todos de una manera que no está en los mapas:
los partidarios de Isabel II y de su hijo Alfonsito, llamándolo usurpador; los
carlistas, llamándolo lo mismo; los republicanos, porque veían que les habían
jugado la del chino; los católicos, porque Amadeo era hijo del rey que, para
unificar Italia, le había dado leña al papa; y la gente en general, porque les
caía gordo.
En realidad Amadeo era un chico
bondadoso, liberal, con intenciones parecidas a las de aquel José Bonaparte de
la Guerra de la Independencia. Pero claro. En la España de navaja, violencia,
envidia y mala leche de toda la vida, eso no podía funcionar nunca. La
aristocracia se lo tomaba a cachondeo, las duquesas se negaban a ser damas de
palacio y se ponían mantilla para demostrar lo castizas que eran, y la peña se
choteaba del acento italiano del rey y de sus modales democráticos. Y encima, a
Prim, que lo trajo, se lo habían cargado de un trabucazo antes de que el Saboya
-imaginen las rimas con el apellido- tomara posesión.
Así que, hasta las pelotas de
nosotros, Amadeo hizo las maletas y nos mandó a tomar por saco. Dejando, en su
abdicación, un exacto diagnóstico del paisaje: «Si al menos fueran extranjeros
los enemigos de España, todavía. Pero no. Todos los que con la espada, con la
pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son
españoles».
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
Xl Semanal