Además
de feo -lo llamaban Narizotas- con una
expresión torva y fofa, Fernando VII era un malo absoluto, tan perfecto como si
lo hubieran fabricado en un laboratorio. Si aquí hubiéramos tenido un
Shakespeare de su tiempo nos habría hecho un retrato del personaje que dejaría
a Ricardo III, por ejemplo, como un traviesillo cualquiera, un perillán de
quiero y no puedo. Porque además de mal encarado -que de eso nadie tiene la
culpa-, nuestro Fernando VII era cobarde, vil, cínico, hipócrita, rijoso,
bajuno, abyecto, desleal, embustero, rencoroso y vengativo.
Resumiendo,
era un hijo de puta con ático, piscina y garaje. Y fue él, con su cerril
absolutismo, con su perversa traición a quienes en su nombre -estúpidos y
heroicos pardillos- lucharon contra los franceses creyendo hacerlo por la
libertad, con su carnicera persecución de cuanto olía a Constitución, quien
clavó a martillazos el ataúd donde España se metió a sí misma durante los dos
siglos siguientes, y que todavía sigue ahí como siniestra advertencia de que,
en esta tierra maldita en la que Caín nos hizo el Deneí, la infamia nunca
muere.
Por
supuesto, como aquí suele pasar con la mala gente, Narizotas murió en la cama.
Pero antes reinó durante veinte desastrosos años en los que nos puso a punto de
caramelo para futuros desastres y guerras civiles que, durante aquel siglo y el
siguiente, serían nuestra marca de fábrica. Nuestra marca España.
Sostenido
por la Iglesia y los más cerriles conservadores, apoyado en una camarilla de
consejeros analfabetos y oportunistas, aquel Borbón instauró un estado policial
con el objeto exclusivo de reinar y sobrevivir a cualquier precio.
Naturalmente, los liberales habían ido demasiado lejos en sus ideas y hechos
como para resignarse al silencio o el exilio, así que conspiraron, y mucho.
España vivió tiempos que habrían hecho la fortuna de un novelista a lo Dumas
-Galdós era otra cosa-, si hubiéramos tenido de esa talla: conspiraciones,
desembarcos nocturnos, sublevaciones, señoras guapas y valientes bordando
banderas constitucionales...
No
faltó de nada. Durante dos décadas, esto fue un trágico folletín protagonizado
por el clásico triángulo español: un malo de película, unos buenos heroicos y
torpes, y un pueblo embrutecido, inculto y gandumbas que se movía según le
comían la oreja, y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un poquito de
música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa dominical o una
arenga en la plaza del pueblo a condición de que el tabaco se repartiera gratis.
Las
rebeliones liberales contra el absolutismo regio se fueron sucediendo con mala
fortuna y reprimidas a lo bestia, hasta que, en 1820, la tropa que debía
embarcarse para combatir la rebelión de las colonias americanas (de eso
hablaremos en otro capítulo) pensó que mejor verse liberal aquí que escabechado
en Ayacucho, y echó un órdago con lo que se llamó sublevación de Riego, por el
general que los mandaba. Eso le puso la cosa chunga al rey, porque el
movimiento se propagó hasta el punto de que Narizotas se vio obligado, tragando
quina Catalina, a jurar la Constitución que había abolido seis años antes y a
decir aquello que ha quedado como frase hecha de la doblez y de la infamia:«Marchemos todos, y yo el primero, por
la senda constitucional».
Se abrió entonces el llamado Trienio Liberal:
tres años de gobierno de izquierda, por decirlo en moderno, que fueron una
chapuza digna de Pepe Gotera y Otilio; aunque, siendo justos, hay que señalar
que al desastre contribuyeron tanto la mala voluntad del rey, que siguió dando
por saco bajo cuerda, como la estupidez de los liberales, que favorecieron la
reacción con su demagogia y sus excesos.
Los
tiempos no estaban todavía para perseguir a los curas y acorralar al rey, como
pretendían los extremistas. Y así, las voces sensatas, los liberales moderados
que veían claro el futuro, fueron desbordados y atacados por lo que podríamos
llamar extrema derecha y extrema izquierda. Bastaron tres años para que esa
primavera de libertad se fuera al carajo: los excesos revolucionarios
ofendieron a todos, gobernar se convirtió en un despropósito, y muchos de los
que habían apoyado de buena fe la revolución respiraron con alivio cuando las
potencias europeas enviaron un ejército francés -los 100.000 Hijos de San Luis-
para devolver los poderes absolutos al rey.
España,
por supuesto, volvió a retratarse: los mismos que habían combatido a los
gabachos con crueldad durante siete años los aclamaron ahora entusiasmados. Y
claro. El rey, que estaba prisionero en Cádiz, fue liberado. Y España se sumió
de nuevo, para variar, en su eterna noche oscura.
[Continuará].
Arturo
Pérez Reverte
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