Pues ahí estábamos, dándonos otra
vez palos entre nosotros para no faltar a la costumbre, en plena primera guerra
carlista. En la que, para rizar nuestro propio rizo histórico de disparates, se
daba una curiosa paradoja: el pretendiente don Carlos, que era muy de misa de
ocho y pretendía imponer en España un régimen absolutista y centralista, era
apoyado sobre todo por navarros, vascos y catalanes, allí donde el celo por los
privilegios forales y la autonomía política y económica, diciéndolo en moderno,
era más fuerte.
O sea, que la mayor parte de las
tropas carlistas, con tal de reventar al gobierno liberal de Madrid, luchaba
apoyando a un rey que, cuando reinara, si era fiel a sí mismo, les iba a meter
los fueros por el ojete. Pero la lógica, la coherencia y otras cosas
relacionadas con la palabra pensar, como vimos en los capítulos anteriores de
esta bonita y edificante historia, siempre fueron inusuales aquí.
Lo importante era ajustar
cuentas; que sigue siendo, con guerras civiles o sin ellas, con escopeta o con
pase usted primero, nuestro deporte nacional. Y a ello se dedicaron unos y
otros, carlistas y liberales, con el entusiasmo que para esas cosas, fútbol
aparte, solemos desplegar los españoles. Todo empezó como sublevación y
guerrillas -había mucha práctica desde la guerra contra Napoleón-, y luego se
formaron ejércitos organizando las partidas dispersas, con los generales
carlistas Zumalacárregui en el norte y Cabrera en Aragón y Cataluña.
El campo solía ser de ellos; pero
las ciudades, donde estaba la burguesía con pasta y la gente más abierta de
mollera, permanecieron fieles a la jovencita Isabel II y al liberalismo. Al
futuro, dentro de lo que cabe, o lo que parecía iba a serlo. Don Carlos, que
necesitaba una ciudad para capital de lo suyo, estaba obsesionado con tomar
Bilbao; pero la ciudad resistió y Zumalacárregui murió durante el asedio,
convirtiéndose en héroe difunto por excelencia. En cuanto al otro héroe,
Cabrera, lo apodaban el tigre del Maestrazgo, con lo que está dicho todo: era
una verdadera mala bestia. Y cuando los gubernamentales -porque escabechando
gente eran tan malas bestias unos como otros- fusilaron a su madre, él puso en
el paredón a las mujeres de varios oficiales enemigos, y luego se fumó un puro.
La criatura.
Ése era el tono general del
asunto, vamos, el estilo de la cosa, represalia sobre represalia, tan español
todo que hasta lo hace a uno sonreír de ternura patria (a quien le apetezca ver
imágenes de esa guerra, que teclee en Internet y busque los cuadros de
Ferrer-Dalmau, que tiene un montón de ellos sobre episodios bélicos carlistas).
No podían faltar, por otra parte,
las potencias extranjeras mojando pan en la salsa y fumándose nuestro tabaco:
al pretendiente don Carlos, como es lógico, lo apoyaron los países más carcas y
autoritarios de Europa, que eran Rusia, Prusia y Austria; y al gobierno liberal
cristino, que luego fue de Isabel II, lo respaldaron, incluso con tropas,
Portugal, Inglaterra y Francia. Como detalle folklórico bonito podemos señalar
que cada vez que los carlistas trincaban vivo a un extranjero que luchaba junto
a los liberales, o viceversa los del otro bando, lo ponían mirando a Triana.
Eso suscitó protestas
diplomáticas, sobre todo de los ingleses, siempre tan susceptibles cuando los
matan a ellos; aunque ya pueden imaginar por dónde se pasaban aquí las
protestas, en un país del que Richard Ford, hablando precisamente de la guerra
carlista, había escrito: «Los españoles han sido siempre muy crueles. Marcial
los llamaba salvajes. Aníbal, que no era tan benigno, ferocísimos»; añadiendo,
para dejar más nítida la cosa: «Cada vez que parece que pudiera ocurrir algo
inusual, los españoles matan a sus prisioneros. A eso lo llaman asegurar los
prisioneros».
Y, bueno. Fue en ese delicioso
ambiente como transcurrieron, no una, sino tres guerras carlistas que
marcarían, y no para bien, la vida política española del resto de ese siglo y
parte del siguiente. La primera acabó después de que el general liberal
Espartero venciera en la batalla de Luchana, a lo que siguió el llamado abrazo
de Vergara, cuando él y el carlista Maroto se besaron con lengua y pelillos a
la mar, compadre, vamos a llevarnos bien y qué hay de lo mío. La segunda, más
suave, vino luego, cuando fracasó el intento de casar a Isabelita II con su
primo el hijo de don Carlos. Y la tercera, gorda otra vez, estalló más tarde,
en 1872, cuando la caída de Isabel II, la revolución y tal. Pero antes
ocurrieron cosas que contaremos en el siguiente capítulo.
Entre ellas, una fundamental: las
guerras carlistas llevaron a los militares que las habían peleado a intervenir
mucho en política. Y como escribió Larra, que tenía buen ojo, «Dios nos libre
de caer en manos de héroes».
(Continuará)
Arturo Pérez Reverte
XLSemanal