Tan real como su historia misma.

domingo, 29 de marzo de 2015

Una historia de España - XLI

Y ahora, la tragedia. Porque para algunos aquello debió de ser desgarrador y terrible.

Pónganse ustedes en los zapatos de un español con inteligencia y cultura. Imaginen a alguien que leyera libros, que mirase el mundo con espíritu crítico, convencido de que las luces, la ilustración y el progreso que recorrían Europa iban a sacar a España del pozo siniestro donde reyes incapaces, curas fanáticos y gentuza ladrona y oportunista nos habían tenido durante siglos.

Y consideren que ese español de buena voluntad, mirando más allá de los Pirineos, llegase a la conclusión de que la Francia napoleónica, hija de la Revolución pero ya templada por el sentido común de sus ciudadanos y el genio de Bonaparte, era el foco de luz adecuado; el faro que podía animar a los españoles de buen criterio a sacudirse el polvo miserable en el que vivían rebozados y hacer de éste un país moderno y con futuro: libros, ciencia, deberes ciudadanos, responsabilidad intelectual, espíritu crítico, libre debate de ideas y otros etcéteras. Imaginen, por tanto, que ese español, hombre bueno, recibe con alborozo la noticia de que España y Francia son aliadas y que en adelante van a caminar de la mano, y comprende que ahí se abre una puerta estupenda por la que su patria, convertida en nación solidaria, va a respirar un aire diferente al de las sacristías y calabozos. Imaginen a ese español, con todas sus ilusiones, viendo que los ejércitos franceses, nuestros aliados, entran en España con la chulería de quienes son los amos de Europa.

Y que a Carlos IV, su legítima, el miserable de su hijo Fernando y el guaperas Godoy, o sea, la familia Telerín, se los llevan a Francia medio invitados medio prisioneros, mientras Napoleón decide poner en España, de rey, a un hermano suyo. Un tal Pepe.

Y que eso la gente no lo traga, y empieza el cabreo, primero por lo bajini y luego en voz alta, cuando los militares gabachos empiezan a pavonearse y arrastrar el sable por los teatros, los toros y los cafés, y a tocarles el culo a las bailaoras de flamenco.

Y entonces, por tan poco tacto, pasa lo que en este país de bronca y navaja tiene que pasar sin remedio, y es que la chusma más analfabeta, bestia y cimarrona, la que nada tiene que perder, la de siete muelles, clac, clac, clac, y navajazo en la ingle, monta una pajarraca de veinte pares de cojones en Madrid, el 2 de mayo de 1808, y aunque al principio sólo salen a la calle a escabechar franchutes los muertos de hambre, los chulos de los barrios bajos y las manolas de Lavapiés, mientras toda la gente llamada de orden se queda en sus casas a verlas venir y las autoridades les succionan el ciruelo a los franceses, la cosa se va calentando, Murat (que es el jefe de los malos) ordena fusilar a mansalva, los imperiales se crecen, la gente pacífica empieza a cabrearse también, los curas toman partido contra los franceses que traen ideas liberales, se corre la insurrección como un reguero de pólvora, y toda España se alza en armas, eso sí, a nuestra manera, cada uno por su cuenta y maricón el último, y esto se vuelve un desparrame peninsular del copón de Bullas.

Y ahí es cuando llega el drama para los lúcidos y cultos; para quienes saben que España se levanta contra el enemigo equivocado, porque esos invasores a los que degollamos son el futuro, mientras que las fuerzas que defienden el trono y el altar son, en su mayor parte, la incultura más bestia y el más rancio pasado.

Así que calculen la tragedia de los inteligentes: saber que quien trae la modernidad se ha convertido en tu enemigo, y que tus compatriotas combaten por una causa equivocada.

Ahí viene el dilema, y el desgarro: elegir entre ser patriota o ser afrancesado. Apoyar a quienes te han invadido, arriesgándote a que te degüellen tus paisanos, o salir a pelear junto a éstos, porque más vale no ir contra corriente o porque, por muy ilustrado que seas, cuando un invasor te mata al vecino y te viola a la cuñada no puedes quedarte en casa leyendo libros.

De ese modo, muchos de los que saben que, pese a todo, los franceses son la esperanza y son el futuro, se ven al cabo, por simple dignidad o a la fuerza, con un fusil en la mano, peleando contra sus propias ideas en ejércitos a lo Pancho Villa, en partidas de guerrilleros con cruces y escapularios al cuello, predicados por frailes que afirman que los franceses son la encarnación del demonio.

Y así, en esa guerra mal llamada de la Independencia (aquí nunca logramos independizarnos de nosotros mismos), toda España se vuelve una trampa inmensa, tanto para los franceses como para quienes -y esto es lo más triste de todo-, creyeron que con ellos llegaban, por fin, la libertad y las luces.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

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lunes, 16 de marzo de 2015

Una historia de España - XL

Godoy no era exactamente gilipollas. Nos salió listo y con afición, pero el asunto que se ganó a pulso arrugando sábanas del lecho real, gobernar aquella España, era tela marinera. Echen cuentas ustedes mismos: una reina propensa a abrir 180º las piernas varias veces al día, un rey bondadoso y estúpido, una iglesia católica irreductible, una aristocracia inculta e impresentable, una progresía acojonada por los excesos guillotineros de la Revolución francesa, y un pueblo analfabeto, indolente, más inclinado a los toros y a los sainetes de majos y copla en plan Sálvame -y ahí seguimos todos- que al estudio y al trabajo del que pocos solían dar ejemplo.

Aquéllos, desde luego, no eran mimbres para hacer cestos. A eso hay que añadir la mala fe tradicional de Gran Bretaña, sus negociantes y tenderos, siempre con un ávido ojo puesto en lo nuestro de América y en el Mediterráneo, que con el habitual cinismo inglés procuraban engorrinar el paisaje cuanto podían. Lo que en plena crisis revolucionaria europea, con aquella España indecisa y mal gobernada, estaba chupado.

El caso es que Godoy, pese a sus buenas intenciones -era un chaval moderno, protector de ilustrados como el dramaturgo Moratín-, se vio todo el rato entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre los ingleses, que daban por saco lo que no está escrito, y los franceses, a los que ya se les imponía Napoleón e iban de macarras insoportables. Alianzas y contraalianzas diversas, en fin, nos llevaron de aquí para allá, de luchar contra Francia a ser sus aliados para enfrentarnos a Inglaterra, pagando nosotros la factura, como de costumbre.

Hubo una guerrita cómoda y facilona contra Portugal -la guerra de las Naranjas-, un intento de toma de Tenerife por Nelson donde los canarios le hicieron perder un brazo y le dieron, a ese chulo de mierda, las suyas y las del pulpo, y una batalla de Trafalgar, ya en 1805, donde la poca talla política de Godoy nos puso bajo el incompetente mando del almirante gabacho Villeneuve, y donde Nelson, aunque palmó en el combate, se cobró lo del brazo tinerfeño haciéndonos comernos una derrota como el sombrero de un picador.

Lo de Trafalgar fue grave por muchos motivos: aparte de quedarnos sin barcos para proteger las comunicaciones con América, convirtió a los ingleses en dueños del mar para casi un siglo y medio, y a nosotros nos hizo polvo porque allí quedó destrozada la marina española, que por tales fechas estaba mandada por oficiales de élite como Churruca, Gravina y Alcalá Galiano, marinos y científicos ilustrados, prestigiosos herederos de Jorge Juan, que leían libros, sabían quién era Newton y eran respetados hasta por sus enemigos. Trafalgar acabó con todo eso, barcos, hombres y futuro, y nos dejó a punto de caramelo para los desastres que iban a llegar con el nuevo siglo, mientras las dos Españas que habían ido apuntando como resultado de las ideas modernas y el enciclopedismo, o sea y resumiendo fácil, la partidaria del trono y del altar y la inclinada a ponerlos patas arriba, se iban definiendo con más nitidez.

España había registrado muchos cambios positivos, e incluso en los sectores reaccionarios había una tendencia inevitable a la modernidad que se sentía también en las colonias americanas, que todavía no cuestionaban su españolidad. Todo podía haberse logrado, progreso e independencias americanas, de manera natural, amistosa, a su propio ritmo histórico. Pero la incompetencia política de Godoy y la arrogante personalidad de Napoleón fabricaron una trampa mortal.

Con el pretexto de conquistar Portugal, el ya emperador de los franceses introdujo sus ejércitos en España, anuló a la familia real, que dio el mayor ejemplo de bajeza, servilismo y abyección de nuestra historia, y después de que el motín de Aranjuez (organizado por el príncipe heredero Fernando, que odiaba a Godoy) derribase al favorito, se llevó a Bayona, en Francia, invitados en lo formal pero prisioneros en la práctica, a los reyes viejos y al principito, que dieron allí un espectáculo de ruindad y rencillas familiares que todavía hoy avergüenza recordar. Bajo tutela napoleónica, Carlos IV acabó abdicando en Fernando VII, pero aquello era un paripé.

La península estaba ocupada por ejércitos franceses, y el emperador, ignorando con qué súbditos se jugaba los cuartos, había decidido apartar a los Borbones del trono español, nombrando a un rey de su familia. «Un pueblo gobernado por curas -comentó, convencido- es incapaz de luchar». Y luego se fumó un puro. Y es que como militar y emperador Napoleón era un filigranas; pero como psicólogo no tenía ni puta idea.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

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domingo, 1 de marzo de 2015

Una historia de España - XXXIX

A finales del siglo XVIII, con la desaparición de Carlos III y sus ministros ilustrados, se fastidió de nuevo la esperanza de que esto se convirtiera en un lugar decente. Habían sido casi tres décadas de progreso, de iniciativas sociales y científicas, de eficiente centralismo acorde con lo que en ese momento practicaban en Europa las naciones modernas. Aquella indolente España de misa, rosario, toros y sainetes de Ramón de la Cruz aún seguía lastrada por su propia pereza, incapaz de sacar provecho del vasto imperio colonial, frenada por una aristocracia ociosa y por una Iglesia católica que defendía sus privilegios como gato panza arriba; pero lo cierto es que, impulsada por hombres inteligentes y lúcidos que combatían todo eso, empezaba a levantar poco a poco la cabeza. Nunca había sido España tan unitaria ni tan diversa al mismo tiempo.

Teníamos monarquía absoluta y ministros todopoderosos, pero por primera vez no era en beneficio exclusivo de una casa real o de cuatro golfos con título nobiliario, sino de toda la nación.

Los catalanes, que ya podían negociar con América e iban con sus negocios para arriba, estaban encantados, en plan quítame fueros pero dame pesetas. Los vascos, integrados en los mecanismos del Estado, en la administración, el comercio y las fuerzas armadas -en todas las hazañas bélicas de la época figuran apellidos de allí-, no discutían su españolidad ni hartos de vino. Y los demás, tres cuartos de lo mismo. España, despacio pero notándose, empezaba a respetarse a sí misma, y aunque tanto aquí como en la América hispana quedaba tela de cosas por resolver, el futuro pintaba prometedor.

Y entonces, por esa extraña maldición casi bíblica, o sin casi, que pesa sobre esta desgraciada tierra, donde tan aficionados somos a cargarnos cuanto conseguimos edificar, a Carlos III le sucedió el imbécil de su hijo Carlos IV, en Francia estalló una sangrienta revolución que iba a cambiar Europa, y todo, una vez más, se nos fue al carajo. Al cuarto Carlos, bondadoso, apático y mierdecilla como él sólo, la España recibida en herencia le venía grande. Para más inri, lo casaron con su prima María Luisa de Parma, que aparte de ser la princesa más fea de Europa, era más puta que María Martillo.

Aquello no podía acabar bien, y para adobar el mondongo entró en escena Manuel Godoy, que era un guardia de palacio alto, simpático, apuesto y guaperas: una especie de Bertín Osborne que además de calzarse a la reina le caía bien al rey, que lo hizo superministro de todo. Así que España quedó en manos de aquel nefasto ménage à trois, precisamente -que ya es mala suerte, rediós- en un momento en el que habría necesitado buena cabeza y mejor pulso al timón de la nave.

Porque en la vecina Francia, por esas fechas, había estallado una revolución de veinte pares de cojones: la guillotina no daba abasto, despachando primero aristócratas y luego a todo cristo, y al rey Luis XVI -otro mantequitas blandas estilo Carlos IV- y a su consorte María Antonieta los habían afeitado en seco. Eso produjo en toda Europa una reacción primero horrorizada y luego belicosa, y todas las monarquías, puestas de acuerdo, declararon la guerra a la Francia regicida. España también, qué remedio; y hay que reconocer, en honor de los revolucionarios gabachos, que cantando su Marsellesa y tal nos dieron una enorme mano de hostias en los Pirineos, pues llegaron a ocupar Bilbao, San Sebastián y Figueras.

La reacción española, temiendo que el virus revolucionario contagiase a la peña de aquí, fue cerrar a cal y canto la frontera y machacar a todos cuantos hablaban de ilustración, modernidad y progreso. La Iglesia católica y los sectores más carcamales se frotaron las manos, y España, una vez más y para su desdicha, se convirtió de nuevo en defensora a ultranza del trono y de la fe. Había reformas que ya eran imparables, y hay que decir en favor de Godoy que éste, a quien el cargo venía grande pero no era en absoluto gilipollas, dio cuartelillo a científicos, literatos y gente ilustrada. Aun así, el frenazo en materia de libertades y modernidad fue general.

Todos los que hasta entonces defendían reformas políticas fueron considerados sospechosos; y conociendo el percal hispano, procuraron ocultar la cabeza bajo el ala, por si asaban carne. Encima, nuestros nuevos aliados ingleses -encantados, como siempre, de que Europa estuviera revuelta y en guerra-, después de habernos hecho la puñeta todo el siglo, aprovecharon el barullo para seguir dándonos por saco en América, en el mar y donde pudieron.

Y entonces, señoras y señores, para dar la puntilla a aquella España que pudo ser y no fue, en Francia apareció un fulano llamado Napoleón.

(Continuará)

 

XLSEMANAL

Arturo Pérez Reverte