Tan real como su historia misma.

domingo, 27 de julio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXIX

Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»).

Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya.

Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes.

Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos.

Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo.

Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión.

En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante.

El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 13 de julio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXVIII

Y allí estábamos, tocotoc, tocotoc, a caballo entre los siglos XVI y XVII, entre Felipe II y su hijo Felipe III, entre la España aún poderosa y temida, que con mérito propio y echándole huevos había llegado a ser dueña del mundo, y la España que, antes incluso de conseguir la plena unidad política como nación o conjunto de naciones -fueros y diversidad causaban desajustes que la monarquía de los Austrias fue incapaz de resolver con inteligencia-, era ya un cadáver desangrado por las guerras exteriores.

La paradoja es que, en vez de alentar industria y riqueza, el oro y la plata americanos nos hicieron -a ver si les suena- fanfarrones, perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro.

Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en coca y putas. O lo que equivalga. La gente joven se alistaba en los tercios a fin de comer y correr mundo, o procuraba irse a América; y quienes se quedaban, trampeaban cuanto podían. Intelectualmente aletargados desde el nefasto concilio de Trento, cerradas las ventanas y ahogados en agua bendita, con las universidades debatiendo sobre la virginidad de María o sobre si el infierno era líquido o sólido en vez de sobre ciencia y progreso, a los españoles de ambas orillas nos estrangulaban la burocracia y el fisco infame que, para alimentar esa máquina insaciable, dejaban libre de impuestos al noble y al eclesiástico pero se cebaban en el campesino humilde, el indio analfabeto, el trabajador modesto, el artesano, el comerciante; en aquellos que creaban prosperidad y riqueza mientras otros se rascaban el cimbel paseando con espada al cinto, dándose aires con el pretexto de que su tatarabuelo había estado en Covadonga, en las Navas de Tolosa o en Otumba.

Y así, el trabajo y la honradez adquirieron mala imagen. Cualquier tiñalpa pretendía vivir del cuento porque se decía hidalgo, para todo honor o beneficio había que probar no tener sangre mora o judía ni haber currado nunca, y España entera se alquilaba y vendía en plan furcia, sin más Justicia -a ver si esto les suena también- que la que podías comprar con favores o dinero.

De ese modo, al socaire de un sistema corrupto alentado desde el trono mismo, la golfería nacional, el oportunismo, la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, y no el hombre valiente, digno u honrado, quien acabó como protagonista de la literatura de entonces, modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, el buscón Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias; y es revelador que el único héroe cuyo noble corazón voló por encima de todos ellos resultara ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos.

Nunca hubo otra nación, si exceptuamos la Francia ilustrada del siglo XVIII, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. De talento y de gloria. Aquella España contradictoria alumbró obras soberbias en novela, teatro y poesía a ambos lados del Atlántico: Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto de la peña. Contemporáneos todos, o casi. Viviendo a veces en el mismo barrio, cruzándose en los portales, las tiendas y las tabernas. Hola, Lope; adiós, Cervantes; qué tal le va, Quevedo. Imaginen lo que fue aquello.

Asombra la cantidad de grandes autores que en ese tiempo vivieron, escribieron, y también -inevitablemente españoles, todos- se envidiaron y odiaron con saña inaudita, dedicándose sátiras vitriólicas o denunciándose a la Inquisición mientras, cada uno a su aire, construían el monumento inmenso de una lengua que ahora hablan 500 millones de personas.

Calculen lo que habría ocurrido si esos geniales hijos de puta hubiesen escrito en inglés o en gabacho: serían hoy clásicos universales, y sus huellas se conservarían como monumentos nacionales. Pero ya saben ustedes de qué va esto: cómo somos, cómo nos han hecho y cómo nos gusta ser. Para confirmarlo, basta visitar el barrio de las Letras de Madrid, donde en pocos metros vivieron Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas.

Y lo peor, oigan, es que ni vergüenza nos da.

[Continuará].

XLSEMANAL

Arturo Pérez-Reverte