Tan real como su historia misma.

lunes, 21 de abril de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXIII

Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia.

Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión.

Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado.

De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia.

Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-. Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558.

La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos.

Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón.

O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía.

El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 6 de abril de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA – XXII

Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares.

Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera.

Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso.

Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha.

El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías.

Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses.

Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte