Tan real como su historia misma.

domingo, 23 de marzo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXI

Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde.

Ya Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática en 1492, había intuido la cosa recordando lo que ocurrió con el latín cuando el Imperio Romano; y así fue: tanto en España como el resto de la Europa que pintaba algo, las más potentes lenguas vernáculas se fueron introduciendo inevitablemente en la literatura, la religión, la administración y la justicia, llevándoselas al huerto no mediante una imposición forzosa -como insisten en afirmar ciertos manipuladores y/o cantamañanas-, sino como consecuencia natural del asunto.

Por razones que sólo un idiota no entendería, una lengua de uso general, hablada en todos los territorios de cada país o imperio, facilitaba mucho la vida a los gobernantes y a los gobernados. Esa lengua pudo ser cualquiera de las varias que se hablaban en España, aparte el latín culto -catalán con sus variantes valenciana y balear, galaico-portugués, vascuence y árabe morisco-, pero acabó mojándoles la oreja a todas el castellano: nombre por otra parte injusto, pues margina el mayor derecho que a bautizar esa lengua tenían los muy antiguos reinos de León y Aragón.

Sin embargo, este fenómeno, atención al dato, no fue sólo español. Ocurrió en todas partes. En el imperio central europeo, el alemán se calzó al checo. Otra lengua importante, como el neerlandés -culturalmente tan valiosa como el prestigioso y extendido catalán-, acabaría limitada a las futuras provincias independientes que formaron Holanda. Y en Francia e Inglaterra, el inglés y el francés arrinconaron el galés, el irlandés, el bretón, el vasco y el occitano. Todas esas lenguas, como las otras españolas, mantuvieron su uso doméstico, familiar y rural en sus respectivas zonas, mientras que la lengua de uso general, castellana en nuestro caso, se convertía en la de los negocios, el comercio, la administración, la cultura; la que quienes deseaban prosperar, hacer fortuna, instruirse, viajar e intercambiar utilidades, adoptaron poco a poco como propia. Y conviene señalar aquí, para aviso de mareantes y tontos del ciruelo, que esa elección fue por completo voluntaria, en un proceso de absoluta naturalidad histórica; por simples razones de mercado (como dice el historiador andaluz Antonio Miguel Bernal, y como dejó claro en 1572 el catalán Lluis Pons cuando, al publicar en castellano un libro dedicado a su ciudad natal, Tarragona, afirmó hacerlo por ser esta parla la más usada en todos los reinos).

Y no está de más recordar que ni siquiera en el siglo XVII, con los intentos de unidad del ministro Olivares, hubo imposición del castellano, ni en Cataluña ni en ninguna otra parte. Curiosamente, fue la Iglesia católica la única institución que aquí, atenta a su negocio, en materia religiosa mantuvo siempre una actitud de intransigencia frente a las lenguas vernáculas -sin distinguir entre castellano, vasco, gallego o catalán-, ordenando quemar cualquier traducción de la Biblia porque le estropeaba el rentable papel de único intermediario, en plan sacerdote egipcio, entre los textos sagrados y el pueblo; que cuanto más analfabeto y acrítico, mejor. Y aquí seguimos.

En realidad, la única prohibición de hablar una lengua vernácula española afectó a los moriscos; mientras que, ya en 1531, Inglaterra había prohibido el gaélico en la justicia y otros actos oficiales, y un decreto de 1539 hizo oficial el francés en Francia, marginando lo otro. En España, sin embargo, nada hubo de eso: el latín siguió siendo lengua culta y científica, mientras impresores, funcionarios, diplomáticos, escritores y cuantos querían buscarse la vida en los vastos territorios del imperio optaron por la útil lengua castellana.

La Gramática de Nebrija, dando solidez y sistema a una de las lenguas hispanas -quizá el catalán sería hoy la principal, de haber tenido un Antoni Nebrijet que le madrugara al otro-, consiguió lo que en Alemania haría la Biblia traducida por Lutero al alemán, o en Italia el toscano usado por Dante en La Divina Comedia como base del italiano de ahora.

Y la hegemonía militar y política que a esas alturas había alcanzado España no hizo sino reforzar el prestigio del castellano: Europa se llenó de libros impresos en español, los ejércitos usaron palabras nuestras como base de su lengua franca, y el salto de toda esa potencia cultural a los territorios recién conquistados en América convirtió al castellano, por simple justicia histórica, en lengua universal. Y las que no, pues oigan. Mala suerte. Pues no.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

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martes, 11 de marzo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XX

Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para malvivir; y eso, además, se lo soplan los Montoros de la época, los nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios, diezmos y primicias.

Y usted, como sus padres y abuelos, y también como sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que encima le dice a su señora, en el confesionario, cómo se te ocurre hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora. Y nuestro pobre hombre está en ello, cavilando si no será mejor reunir la mala leche propia de su maltratada raza, juntarla con el carácter sobrio, duro y violento que le dejaron ocho siglos de acuchillarse con moros, saquear el palacio del noble, quemar la iglesia con el cura dentro y colgar al recaudador de impuestos de una encina, y luego que salga el sol por Antequera.

Y en eso está, afilando la hoz para segar algo más que trigo, dispuesto a llevárselo todo por delante, cuando llega su primo Manolo y dice: chaval, han descubierto un sitio que se llama las Indias, o América, o como te salga de los huevos porque está sin llamarlo todavía, y dicen que está lleno de oro, plata, tierras nuevas e indias que tragan. Sólo hay que ir allí, y jugársela: o revientas o vuelves millonetis.

Y lo de reventar ya lo tienes seguro aquí, así que tú mismo. Vente a Alemania, Pepe. De manera que nuestro hombre dice: pues bueno, pues vale. De perdidos, a las Indias. Y allí desembarcan unos cuantos centenares de Manolos, Pacos, Pepes, Ignacios, Jorges, Santiagos y Vicentes dispuestos a eso: a hacerse ricos a sangre y fuego o a dejarse el pellejo en ello, haciendo lo que le canta el gentil mancebo a don Quijote: A la guerra me lleva / mi necesidad. / Si hubiera dineros / no iría, en verdad. Y esos magníficos animales, duros y crueles como la tierra que los parió, incapaces de tener con el mundo la piedad que éste no tuvo con ellos, desembarcan en playas desconocidas, caminan por selvas hostiles comidos de fiebre, vadean ríos llenos de caimanes, marchan bajo aguaceros, sequías y calores terribles con sus armas y corazas, con sus medallas de santos y escapularios al cuello, sus supersticiones, sus brutalidades, miedos y odios.

Y así, pelean con indios, matan, violan, saquean, esclavizan, persiguen la quimera del oro de sus sueños, descubren ciudades, destruyen civilizaciones y pagan el precio que estaban dispuestos a pagar: mueren en pantanos y selvas, son devorados por tribus caníbales o sacrificados en altares de ídolos extraños, pelean solos o en grupo gritando su miedo, su desesperación y su coraje; y en los ratos libres, por no perder la costumbre, se matan unos a otros, navarros contra aragoneses, valencianos contra castellanos, andaluces contra gallegos, maricón el último, llevando a donde van las mismas viejas rencillas, los odios, la violencia, la marca de Caín que todo español lleva en su memoria genética. Y así, Hernán Cortés y su gente conquistan México, y Pizarro el Perú, y Núñez de Balboa llega al Pacífico, y otros muchos se pierden en la selva y en el olvido.

Y unos pocos vuelven ricos a su pueblo, viejos y llenos de cicatrices; pero la mayor parte se queda allí, en el fondo de los ríos, en templos manchados de sangre, en tumbas olvidadas y cubiertas de maleza. Y los que no palman a manos de sus mismos compañeros, acaban ejecutados por sublevarse contra el virrey, por ir a su aire, por arrogancia, por ambición; o, tras conquistar imperios, terminan mendigando a la puerta de las iglesias, mientras a las tierras que descubrieron con su sangre y peligros llega ahora desde España una nube parásita de funcionarios reales, de recaudadores, de curas, de explotadores de minas y tierras, de buitres dispuestos a hacerse cargo del asunto.

Pero aun así, sin pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas -en lugar de exterminarlas, como en el norte harían los anglosajones-, bautizando a sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches tristes de matanza y derrota, toda esa panda de admirables hijos de puta crea un mundo nuevo por el que se extiende una lengua poderosa y magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan 500 millones de personas y de la que el mejicano Carlos Fuentes dijo: «Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro».

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

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