Tan real como su historia misma.

domingo, 30 de noviembre de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXXVI

Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda.

Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos. Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno. Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto.

Y esto cambiaba poco a poco. El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba. Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe. Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos.

Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia: «Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica». Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-. Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo».

Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes. Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana.

Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro. Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio. La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas. Pero eso se hallaba al alcance de pocos.

La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXXV

Con Felipe V, el primer Borbón, tampoco es que nos tocara una joya. Acabó medio majareta, abdicó en su hijo Luis I, que nos salió golfo y putero pero por suerte murió pronto, a los 18 años, y Felipe V volvió a reinar de modo más bien nominal, pues la que se hizo cargo del cotarro fue su esposa, la reina Isabel de Farnesio, que gobernó a su aire, apoyada en dos favoritos que fueron, sucesivamente, el cardenal Alberoni y el barón de Riperdá.

Todo podía haberse ido otra vez con mucha facilidad al carajo, pero esta vez hubo suerte porque los tiempos habían cambiado. Europa se movía despacio hacia la razón y el futuro, y la puerta que la nueva dinastía había abierto con Francia dejó entrar cosas interesantes. Como decía mi libro de texto de segundo de Bachillerato (1950, nihil obstat del censor, canónigo don Vicente Tena), «el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria». Lo cierto es que no se infiltraron todo lo que debían, que ojalá hubiera sido más; pero algo hubo, y no fue poco. La resistencia de los sectores más cerriles de la Iglesia y la aristocracia española no podía poner diques eternos al curso de la Historia.

Había nuevas ideas galopando por Europa, así como hombres ilustrados, perspicaces e inteligentes, más interesados en estudiar los Principia Matematica de Newton que en discutir si el Purgatorio era sólido, líquido o gaseoso: gente que pretendía utilizar las ciencias y el progreso para modernizar, al fin, este oscuro patio de Monipodio situado al sur de los Pirineos. Poco a poco, eso fue creando el ambiente adecuado para un cierto progreso, que a medida que avanzó el siglo se hizo patente. Durante los dos reinados de Felipe V, vinculado a Francia por los pactos de familia, España se vio envuelta en varios conflictos europeos de los que no sacó, como era de esperar, sino los pies fríos y la cabeza caliente; pero en el interior las cosas acabaron mejorando mucho, o empezaron a hacerlo, en aquella primera mitad del siglo XVIII donde por primera vez en España se separaron religión y justicia, y se diferenció entre pecado y delito. O al menos, se intentó.

Fue llegando así al poder una interesante sucesión de funcionarios, ministros y hasta militares ilustrados, que leían libros, que estudiaban ciencias, que escuchaban más a los hombres sabios y a los filósofos que a los confesores, y se preocupaban más por la salvación del hombre en este mundo que en el otro. Y aquel país reducido a seis millones de habitantes, con una quinta parte de mendigos y otra de frailes, monjas, hidalgos, rentistas y holgazanes, la hacienda en bancarrota y el prestigio internacional por los suelos, empezó despacio a levantar la cabeza. La cosa se afianzó más a partir de 1746 con el nuevo rey, Fernando VI, hijo de Felipe, que dijo nones a las guerras y siguió con la costumbre de nombrar ministros competentes, gente capaz, ilustrada, con ganas de trabajar y visión de futuro, que pese a las contradicciones y vaivenes del poder y la política hizo de nuestro siglo XVIII, posiblemente, el más esperanzador de la dolorosa historia de España.

En aquella primera media centuria se favorecieron las ciencias y las artes, se creó una marina moderna y competente, y bajo protección real y estatal -tome nota, mísero señor Rajoy- se fundaron las academias de la Lengua, de la Historia, de Medicina y la Biblioteca Nacional. Por ahí nos fueron llegando funcionarios eficaces y ministros brillantes como Patiño o el marqués de la Ensenada. Este último, por cierto, resultó un fuera de serie: fulano culto, competente, activo, prototipo del ministro ilustrado, que mantuvo contacto con los más destacados científicos y filósofos europeos, fomentó la agricultura nacional, abrió canales de riego, perfeccionó los transportes y comunicaciones, restauró la Real Armada y protegió cuanto tenía que ver con las artes y las ciencias: uno de esos grandes hombres, resumiendo, con los que España y los españoles tenemos una deuda inmensa y del que, por supuesto, para no faltar a la costumbre, ningún escolar español conoce hoy el nombre.

Pero todos esos avances y modernidades, por supuesto, no se llevaron a cabo sin resistencia. Dos elementos, uno interior y otro exterior, se opusieron encarnizadamente a que la España del progreso y el futuro levantara la cabeza. Uno, exterior, fue Inglaterra: el peor y más vil enemigo que tuvimos durante todo el siglo XVIII. El otro, interior y no menos activo en vileza y maneras, fue el sector más extremo y reaccionario de la Iglesia católica, que veía la Ilustración como feudo de Satanás. Pero eso lo contaremos en el próximo capítulo.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 19 de octubre de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXXIV

Murió Carlos II en 1700, como contábamos, y se lió otra. Antes de palmar sin hijos, con todo cristo comiéndole la oreja sobre a quién dejar el trono, si a los borbones de Francia o a los Austrias del otro sitio, firmó que se lo dejaba a los borbones y estiró la pata. El agraciado al que le tocó el trono de España -es una forma de decirlo, porque menudo regalo tuvo la criatura- fue un chico llamado Felipe V, nieto de Luis XIV, que vino de mala gana porque se olía el marrón que le iban a colocar.

Por su parte, el candidato rechazado, que era el archiduque Carlos, se lo tomó fatal; y aun peor su familia, los reyes de Austria. Inglaterra no había entrado en el sorteo; pero, fiel a su eterna política de no consentir una potencia poderosa ni un buen gobierno en Europa -para eso se metieron luego en la UE, para reventarla desde dentro-, se alió con Austria para impedir que Francia, con España y la América hispana como pariente y aliada, se volviera demasiado fuerte.

Así empezó la Guerra de Sucesión, que duró doce años y al final fue una guerra europea de órdago, pues la peña tomó partido por unos o por otros; y aunque todos mojaron en la salsa, al final, como de costumbre, la factura la pagamos nosotros: austríacos, ingleses y holandeses se lanzaron como buitres a ver qué podían rapiñar, invadieron nuestras posesiones en Italia, saquearon las costas andaluzas, atacaron las flotas de América y desembarcaron en Lisboa para conquistar la Península y poner en el trono al chaval austríaco.

La escabechina fue larga, costosa y cruel, pues en gran parte se libró en suelo español, y además la gente se dividió aquí en cuanto a lealtades, como suele ocurrir, según el lado en el que tenían o creían tener la billetera. Castilla, Navarra y el País Vasco se apuntaron al bando francés de Felipe V, mientras que Valencia y el reino de Aragón, que incluía a Cataluña, se pronunciaron por el archiduque austríaco. Las tropas austracistas llegaron a ocupar Barcelona y Madrid, y hubo unas cuantas batallas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa.

Al final, la España borbónica y su aliada Francia ganaron la guerra; pero éramos ya tal piltrafa militar y diplomática que hasta los vencidos ganaron más que nosotros, y la victoria de Felipe V nos costó un huevo de la cara. Con la paz de Utrech, todos se beneficiaron menos el interesado. Francia mantuvo su influencia mundial, pero España perdió todas las posesiones europeas que le quedaban: Bélgica, Luxemburgo, Cerdeña, Nápoles y Milán; y de postre, Gibraltar y Menorca, retenidas por los ingleses como bases navales para su escuadra del Mediterráneo. Y además nos quedaron graves flecos internos, resumibles en la cuestión catalana.

Durante la guerra, los de allí se habían declarado a favor del archiduque Carlos, entre otras cosas porque la invasión francesa de medio siglo atrás, cuando la guerra de Cataluña bajo Felipe IV, había hecho aborrecibles a los libertadores gabachos, y ya se sabía de sobra por dónde se pasaba Luis XIV los fueros catalanes y los otros.

Y ahora, encima, decidido a convertir esta ancestral casa de putas en una monarquía moderna y centralizada, Felipe V había decretado eso de: «He juzgado conveniente (por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla), abolir y derogar enteramente todos los fueros».

Así que lo que al principio fue una toma de postura catalana entre rey Borbón o rey austríaco, apostando -que ya es mala suerte- por el perdedor, acabó siendo una guerra civil local, otra para nuestro nutrido archivo de imbecilidades domésticas, cuando Aragón volvió a la obediencia nacional y toda España reconoció a Felipe V, excepto Cataluña y Baleares. Confiando en una ayuda inglesa que no llegó -al contrario, sus antiguos aliados contribuían ahora al bloqueo por mar de la ciudad- Barcelona, abandonada por todos, bombardeada, se enrocó en una defensa heroica y sentimental. Perdió, claro.

Ahora hace justo trescientos de aquello. Y cuando uno pierde, toca fastidiarse: Felipe V, como castigo, quitó a los catalanes todos los fueros y privilegios -los conservaron, por su lealtad al borbón, vascos y navarros-, que no se recobrarían hasta la Segunda República.

Sin embargo, envidiablemente fieles a sí mismos, al día siguiente de la derrota los vencidos ya estaban trabajando de nuevo, iniciándose (gracias al decreto que anulaba los fueros pero proveía otras ventajas, como la de comerciar con América), tres siglos de pujanza económica, en los que se afirmó la Cataluña laboriosa y próspera que hoy conocemos.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXXIII

Y llegó Carlos II. Dicho en corto, España por el puto suelo. Nunca, hasta su tatarabuelo Carlos V, país ninguno -quizá a excepción de Roma- había llegado tan alto, ni nunca, hasta el mísero Carlitos, tan bajo. La monarquía de dos hemisferios, en vez de un conjunto de reinos hispanos armónico, próspero y bien gobernado, era la descojonación de Espronceda: una Castilla agotada, una periferia que se apañaba a su aire y unas posesiones ultramarinas que a todos aquí importaban un pito excepto para la llegada periódica del oro y la plata con la que iba tirando quien podía tirar.

Aun así, la crisis económica hizo que se construyeran menos barcos, el poderío naval se redujo mucho, y las comunicaciones americanas estaban machacadas por los piratas ingleses, franceses y holandeses. Ahora España ya no declaraba guerras, sino que se las declaraban a ella.

En tierra, fuera de lo ultramarino, la península Ibérica -ya sin Portugal, por supuesto-, las posesiones de Italia, la actual Bélgica y algún detallito más, lo habíamos perdido casi todo. Tampoco es que España desapareciera del concierto internacional, claro; pero ante unas potencias europeas que habían alcanzado su pleno desarrollo, o estaban en ello, con gobiernos centralizados y fuertes, el viejo y cansado imperio hispánico se convirtió en potencia de segunda y hasta de tercera categoría.

Pero es que tampoco había con qué: tres epidemias en un siglo, las guerras y el hambre habían reducido la población en millón y medio de almas, los daños causados por la expulsión de trescientos mil moriscos se notaban más que nunca, y media España procuraba hacerse fraile o monja para no dar golpe y comer caliente. Porque la Iglesia Católica era la única fuerza que no había mermado aquí, sino al contrario. Su peso en la vida diaria era enorme, todavía churruscaba herejes de vez en cuando, el rey Carlitos dormía con un confesor y dos curas en la alcoba para que lo protegieran del diablo, y el amago de auge intelectual que se registró más o menos hacia 1680 fue asfixiado por las mismas manos que cada noche rociaban de agua bendita y latines el lecho del monarca, a ver si por fin se animaba a procurarse descendencia.

Porque el gran asunto que ocupó a los españoles de finales del XVII no fue que todo se fuera al carajo, como se iba, sino si la reina -las reinas, pues con Carlos II hubo dos- paría o no paría. El rey era enclenque, enfermizo y estaba medio majara, lo que no es de extrañar si consideramos que era hijo de tío y sobrina, y que cinco de sus ocho bisabuelos procedían por línea directa de Juana la Loca.

Así que imagínense el cuadro clínico. Además, era feo que te rilas. Aun así, como era rey y era todo lo que teníamos, le buscaron legítima. La primera fue la gabacha María Luisa de Orleáns, que murió joven y sin parir, posiblemente de asco y aburrimiento al cincuenta por ciento. La segunda fue la alemana Mariana de Neoburgo, reclutada en una familia de mujeres fértiles como conejas, a la que mi compadre Juan Eslava Galán, con su habitual finura psicológica, definió magistralmente como: «Ambiciosa, calculadora, altanera, desabrida e insatisfecha sexual, que hoy hubiera sido la gobernanta ideal de un local sado-maso». Nada queda por añadir a tan perfecta definición, excepto que la tudesca, pese a sus esfuerzos -espanto da imaginárselos- tampoco se quedó preñada, pese a tener a un jesuita por favorito y consejero, y Carlos II se fue muriendo sin vástago.

España, como dijimos, era ya potencia secundaria, pero aún tenía peso, y lo de América prometía futuro si caía en buenas manos, como demostraban los ingleses en las colonias del norte, a la anglosajona, no dejando indio vivo y montando tinglados muy productivos. Así que los últimos años del piltrafilla Carlos se vieron amenizados por intrigas y conspiraciones de todas clases, protagonizadas por la reina y sus acólitos, por la Iglesia -siempre dispuesta a mojar bizcocho en el chocolate-, por los embajadores francés y austríaco, que aspiraban a suministrar nuevo monarca, y por la corrupta clase dirigente hispana, que se pasó el reinado de Carlos II trincando cuanto podía y dejándose sobornar, encantada de la vida, por unos y otros.

Y así, en noviembre de 1700, último año de un siglo que los españoles habíamos empezado como amos del universo, como si aquello fuera una copla de Jorge Manrique -aquel famoso cantante de Operación Triunfo-, el último de los Austrias bajó a la tumba fría, el trono quedó vacante y España se vio de nuevo, para no perder la costumbre, en vísperas de otra bonita guerra civil. Que ya nos la estaba pidiendo el cuerpo.

(Continuará)

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Arturo Pérez-Reverte

sábado, 20 de septiembre de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXXII

Y así, tacita a tacita, fue llegando el día en que el imperio de los Austrias, o más bien la hegemonía española en el mundo, el pisar fuerte y ganar todas las finales de liga, se fueron por la alcantarilla. Siglo y medio, más o menos. Demasiado había durado el asunto, si echamos cuentas, para tanta incompetencia, tanto gobernante mediocre, tanta gente -curas, monjas, frailes, nobles, hidalgos- que no trabajaba, tanta vileza interior y tanta metida de gamba.

Lo de «muchos reinos pero una sola ley» era imposible de tragar, a tales alturas, por unos poderes periféricos acostumbrados durante más de un siglo a conservar sus fueros y privilegios intactos (lo mismo les suena a ustedes por familiar la situación). Así que la proyectada conversión de este putiferio marmotil en una nación unificada y solidaria se fue del todo al carajo. Estaba claro que aquella España no tenía arreglo, y que la futura, por ese camino, resultaba imposible. Felipe IV le dijo al conde duque de Olivares que se jubilara y se fuera a hacer rimas a Parla, y el intento de transformarnos en un estado moderno, económica, política y militarmente, fuerte y centralizado -justo lo que estaba haciendo Richelieu en Francia, para convertirla en nuevo árbitro de Europa-, acabó como el rosario de la aurora.

En guerra con media Europa y vista con recelo por la otra media, desangrada por la guerra de los Treinta años, la guerra con Holanda y la guerra de Cataluña, a España le acabaron saliendo goteras por todas partes: sublevación de Nápoles, conspiraciones separatistas del duque de Medina Sidonia en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón y de Miguel Itúrbide en Navarra. Y como mazazo final, la guerra y separación de Portugal, que, alentada por Francia, Inglaterra y Holanda (a ninguno de ellos interesaba que la Península volviera a unificarse), nos abrió otra brecha en la retaguardia.

Literalmente hasta el gorro del desastre español, marginados, cosidos a impuestos, desatendidos en sus derechos y pagando también el pato en sus posesiones ultramarinas acosadas por los piratas enemigos de España, con un imperio colonial propio que en teoría les daba recursos para rato, en 1640 los portugueses decidieron recobrar la independencia después de sesenta años bajo el trono español. Que os vayan dando, dijeron. Así que proclamaron rey a Juan IV, antes duque de Braganza, y empezó una guerra larga, veintiocho años nada menos, que acabó de capar al gorrino.

Al principio, tras hacer una buena montería general de españoles y españófilos -al secretario de Estado Vasconcelos lo tiraron por una ventana-, la guerra consistió en una larga sucesión de devastaciones locales, escaramuzas e incursiones, aprovechando que España, ocupada en todos los otros frentes, no podía destinar demasiadas tropas a Portugal. Fue una etapa de guerra menor pero cruel, llena de odio como las que se dan entre vecinos, con correrías, robos y asesinatos por todas partes, donde los campesinos, cual suele ocurrir, especialmente en la frontera y en Extremadura, sufrieron lo que no está escrito.

Y que, abordada con extrema incompetencia por parte española, acabó con una serie de derrotas para las armas hispanas, que se comieron una sucesiva y espectacular serie de hostias en las batallas de Montijo, Elvas, Évora, Salgadela y Montes Claros. Que se dice pronto. Con lo que en 1668, tras firmar el tratado de Lisboa, Portugal volvió a ser independiente, ganándoselo a pulso. De todo su imperio sólo nos quedó Ceuta, que ahí sigue.

Mientras tanto, a las armas españolas las cosas les habían seguido yendo fatal en la guerra europea; que al final, transacciones, claudicaciones y pérdidas aparte, quedó en lucha a cara de perro con la pujante Francia del jovencito Luis XIV. La ruta militar, el famoso Camino Español que por Génova, Milán y Suiza permitía enviar tropas a Flandes, se había mantenido con mucho sacrificio, y los tercios de infantería española, apoyados por soldados italianos y flamencos católicos, combatían a la desesperada en varios frentes distintos, yéndosenos ahí todo el dinero y la sangre. Al fin se dio una batalla, ganada por Francia, que aunque no tuvo la trascendencia que se dijo -después hubo otras victorias y derrotas-, quedaría como símbolo del ocaso español.

Fue la batalla de Rocroi, donde nuestros veteranos tercios viejos, que durante siglo y medio habían hecho temblar a Europa, se dejaron destrozar silenciosos e impávidos en sus formaciones, en el campo de batalla. Fieles a su leyenda. Y fue de ese modo cuando, tras haber sido dueños de medio mundo -aún retuvimos un buen trozo durante dos siglos y pico más-, en Flandes se nos puso el sol. 

(continuará)

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 24 de agosto de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXXI

Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra.

El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola.

Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado. Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia.

Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa).

Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia.

Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica.

Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas. Así que al fin se pudo concentrar la leña.

Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir.

Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo.

[Continuará].

domingo, 10 de agosto de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXX

Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados. Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII. El prestigio no llena el estómago -y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo-, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas. Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera. 

Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación -de buen grado o del ronzal- de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde -en palabras de Quevedo o uno de ésos- hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor. 

Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera. Castilla -sus nobles y clases altas, más bien- era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras. El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle. Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal. Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas. Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco -que luego nos dejaron tirados-, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar. 

Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces. 

Castilla nos roba y tal. Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta. 

Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes. Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal -a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse-, y aquello acabó a hostias. Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo.

(Continuará)

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 27 de julio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXIX

Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»).

Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya.

Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes.

Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos.

Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo.

Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión.

En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante.

El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 13 de julio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXVIII

Y allí estábamos, tocotoc, tocotoc, a caballo entre los siglos XVI y XVII, entre Felipe II y su hijo Felipe III, entre la España aún poderosa y temida, que con mérito propio y echándole huevos había llegado a ser dueña del mundo, y la España que, antes incluso de conseguir la plena unidad política como nación o conjunto de naciones -fueros y diversidad causaban desajustes que la monarquía de los Austrias fue incapaz de resolver con inteligencia-, era ya un cadáver desangrado por las guerras exteriores.

La paradoja es que, en vez de alentar industria y riqueza, el oro y la plata americanos nos hicieron -a ver si les suena- fanfarrones, perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro.

Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en coca y putas. O lo que equivalga. La gente joven se alistaba en los tercios a fin de comer y correr mundo, o procuraba irse a América; y quienes se quedaban, trampeaban cuanto podían. Intelectualmente aletargados desde el nefasto concilio de Trento, cerradas las ventanas y ahogados en agua bendita, con las universidades debatiendo sobre la virginidad de María o sobre si el infierno era líquido o sólido en vez de sobre ciencia y progreso, a los españoles de ambas orillas nos estrangulaban la burocracia y el fisco infame que, para alimentar esa máquina insaciable, dejaban libre de impuestos al noble y al eclesiástico pero se cebaban en el campesino humilde, el indio analfabeto, el trabajador modesto, el artesano, el comerciante; en aquellos que creaban prosperidad y riqueza mientras otros se rascaban el cimbel paseando con espada al cinto, dándose aires con el pretexto de que su tatarabuelo había estado en Covadonga, en las Navas de Tolosa o en Otumba.

Y así, el trabajo y la honradez adquirieron mala imagen. Cualquier tiñalpa pretendía vivir del cuento porque se decía hidalgo, para todo honor o beneficio había que probar no tener sangre mora o judía ni haber currado nunca, y España entera se alquilaba y vendía en plan furcia, sin más Justicia -a ver si esto les suena también- que la que podías comprar con favores o dinero.

De ese modo, al socaire de un sistema corrupto alentado desde el trono mismo, la golfería nacional, el oportunismo, la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, y no el hombre valiente, digno u honrado, quien acabó como protagonista de la literatura de entonces, modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, el buscón Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias; y es revelador que el único héroe cuyo noble corazón voló por encima de todos ellos resultara ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos.

Nunca hubo otra nación, si exceptuamos la Francia ilustrada del siglo XVIII, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. De talento y de gloria. Aquella España contradictoria alumbró obras soberbias en novela, teatro y poesía a ambos lados del Atlántico: Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto de la peña. Contemporáneos todos, o casi. Viviendo a veces en el mismo barrio, cruzándose en los portales, las tiendas y las tabernas. Hola, Lope; adiós, Cervantes; qué tal le va, Quevedo. Imaginen lo que fue aquello.

Asombra la cantidad de grandes autores que en ese tiempo vivieron, escribieron, y también -inevitablemente españoles, todos- se envidiaron y odiaron con saña inaudita, dedicándose sátiras vitriólicas o denunciándose a la Inquisición mientras, cada uno a su aire, construían el monumento inmenso de una lengua que ahora hablan 500 millones de personas.

Calculen lo que habría ocurrido si esos geniales hijos de puta hubiesen escrito en inglés o en gabacho: serían hoy clásicos universales, y sus huellas se conservarían como monumentos nacionales. Pero ya saben ustedes de qué va esto: cómo somos, cómo nos han hecho y cómo nos gusta ser. Para confirmarlo, basta visitar el barrio de las Letras de Madrid, donde en pocos metros vivieron Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas.

Y lo peor, oigan, es que ni vergüenza nos da.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 22 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXVII

Nos habíamos quedado con Cervantes manco. Y fue ahí, en el paso del siglo XVI al XVII, cuando España, dueña del mundo pero casi empezando a dejar de serlo, dio lo mejor que ha dado de sí: la cultura.

Aquel tiempo asombroso en lo diplomático y lo militar, lo fue todavía mucho más en algo que, a diferencia del oro de América, las posesiones europeas y ultramarinas, la chulería de los viejos tercios, conservamos todavía como un tesoro magnífico, inagotable, a disposición de cualquiera que quiera disfrutarlo. Aquella España que equivalía en cuanto a poder e influencia a lo que hoy son los Estados Unidos, la potencia que dictaba las modas y el tono de la alta cultura en toda Europa, la nación -ya se llamaba así, aunque no con el sentido actual- que saqueaba, compraba o generaba cuanto de bello y eficaz destacaba en ese tiempo, parió o contrató a los mejores pintores, escultores y artistas, y arropó con el aplauso de los monarcas y del público a artistas y literatos españoles cuyos nombres se agolpan hoy, de modo abrumador, en la parte luminosa de nuestra por lo demás poco feliz historia.

Aunque es cierto que la sobada expresión siglo de oro resulta inexacta -de oro vimos poco, y de plata la justa- pues todo se iba en guerras exteriores, fasto de reyes y holganza de nobles y clérigos, sería injusto no reconocer que en las artes y las letras -siempre que no topasen con la religión y la Inquisición que las pastoreaba- la España de los Austrias resultó espléndida.

En lo tocante a ciencia y pensamiento moderno, sin embargo, las cosas fueron menos simpáticas. El peso de la Iglesia y su resistencia a cuanto vulnerase la ortodoxia cerró infinitas puertas y aplastó -cuando no achicharró- innumerables talentos. Y así, la España que un siglo antes era el más admirable lugar de Europa fue quedando al margen del progreso intelectual y científico. Felipe II -calculen el estrago- prohibió que los estudiantes españoles se formaran en otros países, y el obstat eclesiástico cerró la puerta a libros impresos fuera.

Mucho antes, nada menos que en 1523, Luis Vives, que veía venir la tostada, había escrito: «Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores y taras judaicas. Esto ha impuesto silencio a los doctos». El lastre del fanatismo religioso, la hipocresía social con que los poderes remojados en agua bendita -llámense Islam radical, judaísmo ultra o ultracatolicismo- envenenan cuanto se pone a tiro, se manifestó también con las artes plásticas, pintura y escultura.

A diferencia de sus colegas franceses o italianos, los pintores españoles o a sueldo de España se dedicaron a pintar vírgenes, cristos, santos y monjes a lo Zurbarán y Ribera -salvo alguna espléndida transgresión como la Venus de Velázquez o la Dánae de Tiziano-, y sólo el talento de los más astutos hizo posible que, camufladas entre lienzos de simbología católica y Nuevo Testamento, Vírgenes dolorosas, Magdalenas penitentes y demás temas gratos al confesor del rey, despuntaran segundas lecturas para observadores perspicaces; consiguiendo a veces el talento del artista plasmar en vírgenes y santas, con pretexto del éxtasis divino y tal, el momento crucial de un orgasmo femenino de agárrate y no te sueltes -de ésos, el mejor fue el italiano Bernini, con un Éxtasis de Santa Teresa a punto de ser penetrada por la saeta de un guapo ángel, que te pone como una moto-. En todo caso, con santos o sin ellos, la nómina de artistas españoles de talento de la época es extraordinaria; y el sólo nombre de Velázquez -posiblemente el más grande pintor de todos los tiempos- bastaría para justificar el siglo.

Pero es que en la parte literaria aún corrimos mejor suerte. Es cierto que también sobre nuestros plumillas y juntaletras planeó la censura eclesiástica como buitre meapilas al acecho; pero era tan copioso el caudal de la tropa, que lo que se hizo fue extraordinario.

De eso hablaremos otro día, creo; aunque no podemos liquidar éste sin recordar que aquella España barroca y culta alumbró también la obra del único pensador cuya talla roza, aunque sea de refilón, la del monumental francés Montaigne: Baltasar Gracián, cuyo Oráculo manual y arte de prudencia sigue siendo de una modernidad absoluta, y lectura aconsejable para quien desee tener algo útil en la cabeza: «Vívese lo más de información, es lo menos lo que vemos; vivimos de la fe ajena.

Es el oído la puerta segunda de la verdad, y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye. Raras veces llega en su elemento puro, y menos cuando viene de lejos; siempre tiene algo de mixta de los afectos por donde pasa». Por ejemplo.

[Continuará]

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 1 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXVI

Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro.

Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban). A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo.

Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa. Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio. Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque. Así que imaginen el pastel. Y el resultado.

La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran. Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas.

El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa. Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio. Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado.

Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda». Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto.

En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave. Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo. Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.

(Continuará)

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Arturo Pérez-Reverte

lunes, 19 de mayo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXV

Habíamos dejado, creo recordar, a la España de Felipe II en guerra contra medio mundo y dueña del otro medio. Y en este punto conviene recordar la poca vista que los españoles hemos tenido siempre a la hora de buscar enemigos, o encontrarlos; con el resultado de que, habiendo sido todos los pueblos de la Historia exactamente igual de hijos de puta -lo mismo en el siglo XVI como ahora en la Europa comunitaria-, la mayor parte de las leyendas negras nos las comimos y nos las seguimos comiendo nosotros.

Felipe II, por ejemplo, que aunque aburrido y meapilas hasta lo patológico era un chico eficaz y un competente funcionario, no mandó al cadalso a más gente de la que despacharon por el artículo catorce los luteranos, o Calvino, o el Gran Turco, o los gabachos la noche de San Bartolomé; o en Inglaterra María Tudor (Bloody Mary, de ahí viene), que se cargó a cuantos protestantes pudo, o Isabel I, que aparte de piratear con muy poca vergüenza y llevarse al catre a conspicuos delincuentes de los mares -hoy héroes nacionales allí- mandó matar de católicos lo que no está escrito.

Sin embargo, todos esos bonitos currículums quedaron en segundo plano; porque cuanto la historia retuvo de ese siglo fue lo malos y chuletas que éramos los españoles, con nuestra Inquisición (como si los demás no la tuvieran), y nuestras colonias americanas (que los otros procuraban arrebatarnos) y nuestros tercios disciplinados, mortíferos y todavía imbatibles (que todos procuraban imitar). Pero eso es lo que pasa cuando, como fue el caso de la siempre torpe España, en vez de procurar hacerte buena propaganda escribiendo libros diciendo lo guapo y estupendo que eres y lo mucho que te quieren todos, eres tan gilipollas que dejas que los libros los escriban e impriman otros; y encima, que ya es el colmo, te enemistas con los tres o cuatro países donde el arte de imprimir está más desarrollado en el mundo, y no tienen a un obispo encima de la chepa diciéndoles lo que pueden y lo que no pueden publicar.

El caso es que así fuimos comiéndonos marrón histórico tras marrón, aunque justo es reconocer que mucha fama la ganamos a pulso gracias a esta mezcla de vanidad, incultura, mala leche, violencia y fanatismo que nos meneaba y que aún colea hoy; aunque ahora el fanatismo -lo otro sigue igual- sea más de fútbol, demagogia política y nacionalismo miserable, centralista o autonómico, que de púlpitos y escapularios.

Y, en fin, de toda esa leyenda negra en general, buena parte de la que surgió en el XVI se la debemos a Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), donde nuestro muy piadoso rey Felipe metió la pata hasta la ingle: «No quiero ser rey de herejes -dijo, o algo así- aunque pierda todos mis estados». Y claro. Los perdió y de paso nos perdió a todos, porque Flandes fue una sangría de dinero y vidas que nos domiciliaría durante siglo y pico en la calle de la amargura.

Los de allí no querían pagar impuestos -«España nos roba», quizás les suene-; y en vez de advertir que el futuro y la modernidad iban por ese lado, el rey prudente, que ahí lo fue poco, puso la oreja más cerca de los confesores que de los economistas. Además, a él que era pacato, soso, más aburrido y sin substancia que una novela de José Luis Corral o los diarios de Andrés Trapiello, los de por allí le caían mal, con sus kermeses, sus risas, sus jarras de cerveza y sus flamencas rubias y tetonas.

Así que cuando asaltaron unas iglesias y negaron la virginidad de María, mandó al duque de Alba con los tercios -«Son como máquinas, con el diablo dentro», escribiría Goethe-, y ajustició rebeldes de quinientos en quinientos, incluidos los nobles Egmont y Horn, con la poca mano izquierda de convertirlos en mártires de la causa. Y así, tras una represión brutal de la que en Flandes todavía se acuerdan, hubo una serie de idas y venidas, de manejos que alternaron el palo con la zanahoria y acabaron separando los estados del norte en la nueva Holanda calvinista, por una parte, y en Bélgica por la otra, donde los católicos prefirieron seguir leales al rey de España, y lo fueron durante mucho tiempo.

De cualquier modo, nuestro enlutado monarca, encerrado en su pétreo Escorial, nunca entendió a sus súbditos lejanos, ni lo intentó siquiera.

Ahí se explican muchos males de la España de entonces y de la futura, cuya clave quizá esté en la muy española carta que el loco y criminal conquistador Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II poco antes de morir ejecutado: «Mira que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en esta tierra han trabajado y sudado sean gratificados».

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 4 de mayo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXIV

 

Y ya estamos aquí con Felipe II en persona, oigan, heredero del imperio donde no se ponía el sol: monarca siniestro para unos y estupendo para otros, según se mire la cosa; aunque, puestos a ser objetivos, o intentarlo, hay que reconocer que la Leyenda Negra, alimentada por los muchos a quienes la poderosa España daba por saco a diestro y siniestro, se cebó en él como si el resto de gobernantes europeos, desde la zorra pelirroja que gobernaba Inglaterra -Isabel I se llamaba, y nos tenía unas ganas horrorosas- hasta los protestantes, el rey gabacho Enrique II, el papa de Roma y demás elementos de cuidado, fuesen monjas de clausura.

Aun así, con sus defectos, que fueron innumerables, y sus virtudes, que no fueron pocas, el pobre Felipe, casero, prudente, más bien tímido, marido y padre con poca suerte, heredero de medio mundo en una época en que no había Internet, ni teléfono, ni siquiera un servicio postal como Dios manda, hizo lo que pudo para gobernar aquel tinglado internacional que, como a cualquiera en su caso, le venía grande.

Y la verdad (dicha en descargo del fulano) es que lo de ganarse el jornal de rey se le complicó de un modo horroroso durante sus largos cuarenta y dos años de reinado. Para ser pacífico, como era de natural, el tío anduvo de bronca en bronca. Guerras a lo bestia, para que se hagan ustedes idea, las tuvo con Francia, con Su Santidad, con los Países Bajos, con los moriscos de las Alpujarras, con los ingleses, con los turcos y con la madre que lo parió.

Todo eso, sin contar disgustos familiares, matrimonios pintorescos -se casó cuatro veces, incluida una inglesa más rara que un perro verde-, un hijo, el infante don Carlos, que le salió majareta y conspirador, y un secretario golfo llamado Antonio Pérez que le jugó la del chino. Y encima, para un golpe bueno de verdad que tuvo, que fue heredar Portugal entero (su madre, la guapísima Isabel, era princesa de allí) tras hacer picadillo a los discrepantes en la batalla de Alcántara, Felipe II cometió, si me permiten una opinión personal e intransferible, uno de los mayores errores históricos de este putiferio secular donde malvivimos: en vez de llevarse la capital a Lisboa (antigua y señorial) y cantar fados mirando al Atlántico y a las posesiones de América, que eran el espléndido futuro -calculen lo que sumaron el imperio español y el portugués juntos en una misma monarquía-, nuestro timorato monarca se enrocó en el centro de la Península, en su monasterio-residencia de El Escorial, gastándose el dineral que venía de las posesiones ultramarinas hispanolusas, además de los impuestos con los que sangraba a Castilla en las contiendas antes citadas -Aragón, Cataluña y Valencia, enrocados en sus fueros, no soltaban un duro para guerras ni para nada-, y en pasear a sus embajadores vestidos de negro, arrogantes y soberbios, por una Europa a la que con nuestros tercios, nuestros aliados, nuestras estampitas de vírgenes y santos, nuestra chulería y tal, seguíamos teniendo acojonada.

Con lo que, para resumir el asunto, Felipe II nos salió buen funcionario, diestro en papeleo, y en lo personal un pavo con no pocas virtudes: meapilas pero culto, sobrio y poco amigo de lujos personales: es instructivo visitar la modesta habitación de El Escorial donde vivía y despachaba personalmente los asuntos de su inmenso imperio. Pero el marrón que le cayó encima superaba sus fuerzas y habilidad, así que demasiado hizo, el chaval, con ir tirando como pudo.

De las guerras, que como dije fueron muchas, inútiles, variadas y emocionantes como finales de liga, hablaremos en el siguiente capítulo. Supongo. Del resto, lo más destacable es que si como funcionario Felipe era pasable, como economista y administrador fue para correrlo a gorrazos. Aparte de fundirse la viruta colonial en pólvora y arcabuces, nos endeudó hasta el prepucio con banqueros alemanes y genoveses. Hubo tres bancarrotas que dejaron España a punto de caramelo para el desastre económico y social del siglo siguiente. Y mientras la nobleza y el clero, veteranos surfistas sobre cualquier ola, gozaban de exención fiscal por la cara, la necesidad de dinero era tanta que se empezaron a vender títulos nobiliarios, cargos y toda clase de beneficios a quien podía pagarlos. Con el detalle de que los compradores, a su vez, los parcelaban y revendían para resarcirse.

De manera que, poco a poco, entre el rey y la peña que de él medraba fueron montando un sistema nacional de robo y papeleo, o de papeleo para justificar el robo, origen de la infame burocracia que todavía hoy, casi cinco siglos después, nos sigue apretando el cogote. 

(Continuará)

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Arturo Pérez-Reverte

lunes, 21 de abril de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXIII

Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia.

Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión.

Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado.

De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia.

Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-. Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558.

La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos.

Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón.

O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía.

El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.

[Continuará].

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Arturo Pérez-Reverte

domingo, 6 de abril de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA – XXII

Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares.

Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera.

Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso.

Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha.

El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías.

Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses.

Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito.

[Continuará].

XLSEMANAL

Arturo Pérez-Reverte

domingo, 23 de marzo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XXI

Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde.

Ya Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática en 1492, había intuido la cosa recordando lo que ocurrió con el latín cuando el Imperio Romano; y así fue: tanto en España como el resto de la Europa que pintaba algo, las más potentes lenguas vernáculas se fueron introduciendo inevitablemente en la literatura, la religión, la administración y la justicia, llevándoselas al huerto no mediante una imposición forzosa -como insisten en afirmar ciertos manipuladores y/o cantamañanas-, sino como consecuencia natural del asunto.

Por razones que sólo un idiota no entendería, una lengua de uso general, hablada en todos los territorios de cada país o imperio, facilitaba mucho la vida a los gobernantes y a los gobernados. Esa lengua pudo ser cualquiera de las varias que se hablaban en España, aparte el latín culto -catalán con sus variantes valenciana y balear, galaico-portugués, vascuence y árabe morisco-, pero acabó mojándoles la oreja a todas el castellano: nombre por otra parte injusto, pues margina el mayor derecho que a bautizar esa lengua tenían los muy antiguos reinos de León y Aragón.

Sin embargo, este fenómeno, atención al dato, no fue sólo español. Ocurrió en todas partes. En el imperio central europeo, el alemán se calzó al checo. Otra lengua importante, como el neerlandés -culturalmente tan valiosa como el prestigioso y extendido catalán-, acabaría limitada a las futuras provincias independientes que formaron Holanda. Y en Francia e Inglaterra, el inglés y el francés arrinconaron el galés, el irlandés, el bretón, el vasco y el occitano. Todas esas lenguas, como las otras españolas, mantuvieron su uso doméstico, familiar y rural en sus respectivas zonas, mientras que la lengua de uso general, castellana en nuestro caso, se convertía en la de los negocios, el comercio, la administración, la cultura; la que quienes deseaban prosperar, hacer fortuna, instruirse, viajar e intercambiar utilidades, adoptaron poco a poco como propia. Y conviene señalar aquí, para aviso de mareantes y tontos del ciruelo, que esa elección fue por completo voluntaria, en un proceso de absoluta naturalidad histórica; por simples razones de mercado (como dice el historiador andaluz Antonio Miguel Bernal, y como dejó claro en 1572 el catalán Lluis Pons cuando, al publicar en castellano un libro dedicado a su ciudad natal, Tarragona, afirmó hacerlo por ser esta parla la más usada en todos los reinos).

Y no está de más recordar que ni siquiera en el siglo XVII, con los intentos de unidad del ministro Olivares, hubo imposición del castellano, ni en Cataluña ni en ninguna otra parte. Curiosamente, fue la Iglesia católica la única institución que aquí, atenta a su negocio, en materia religiosa mantuvo siempre una actitud de intransigencia frente a las lenguas vernáculas -sin distinguir entre castellano, vasco, gallego o catalán-, ordenando quemar cualquier traducción de la Biblia porque le estropeaba el rentable papel de único intermediario, en plan sacerdote egipcio, entre los textos sagrados y el pueblo; que cuanto más analfabeto y acrítico, mejor. Y aquí seguimos.

En realidad, la única prohibición de hablar una lengua vernácula española afectó a los moriscos; mientras que, ya en 1531, Inglaterra había prohibido el gaélico en la justicia y otros actos oficiales, y un decreto de 1539 hizo oficial el francés en Francia, marginando lo otro. En España, sin embargo, nada hubo de eso: el latín siguió siendo lengua culta y científica, mientras impresores, funcionarios, diplomáticos, escritores y cuantos querían buscarse la vida en los vastos territorios del imperio optaron por la útil lengua castellana.

La Gramática de Nebrija, dando solidez y sistema a una de las lenguas hispanas -quizá el catalán sería hoy la principal, de haber tenido un Antoni Nebrijet que le madrugara al otro-, consiguió lo que en Alemania haría la Biblia traducida por Lutero al alemán, o en Italia el toscano usado por Dante en La Divina Comedia como base del italiano de ahora.

Y la hegemonía militar y política que a esas alturas había alcanzado España no hizo sino reforzar el prestigio del castellano: Europa se llenó de libros impresos en español, los ejércitos usaron palabras nuestras como base de su lengua franca, y el salto de toda esa potencia cultural a los territorios recién conquistados en América convirtió al castellano, por simple justicia histórica, en lengua universal. Y las que no, pues oigan. Mala suerte. Pues no.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal

martes, 11 de marzo de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XX

Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para malvivir; y eso, además, se lo soplan los Montoros de la época, los nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios, diezmos y primicias.

Y usted, como sus padres y abuelos, y también como sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que encima le dice a su señora, en el confesionario, cómo se te ocurre hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora. Y nuestro pobre hombre está en ello, cavilando si no será mejor reunir la mala leche propia de su maltratada raza, juntarla con el carácter sobrio, duro y violento que le dejaron ocho siglos de acuchillarse con moros, saquear el palacio del noble, quemar la iglesia con el cura dentro y colgar al recaudador de impuestos de una encina, y luego que salga el sol por Antequera.

Y en eso está, afilando la hoz para segar algo más que trigo, dispuesto a llevárselo todo por delante, cuando llega su primo Manolo y dice: chaval, han descubierto un sitio que se llama las Indias, o América, o como te salga de los huevos porque está sin llamarlo todavía, y dicen que está lleno de oro, plata, tierras nuevas e indias que tragan. Sólo hay que ir allí, y jugársela: o revientas o vuelves millonetis.

Y lo de reventar ya lo tienes seguro aquí, así que tú mismo. Vente a Alemania, Pepe. De manera que nuestro hombre dice: pues bueno, pues vale. De perdidos, a las Indias. Y allí desembarcan unos cuantos centenares de Manolos, Pacos, Pepes, Ignacios, Jorges, Santiagos y Vicentes dispuestos a eso: a hacerse ricos a sangre y fuego o a dejarse el pellejo en ello, haciendo lo que le canta el gentil mancebo a don Quijote: A la guerra me lleva / mi necesidad. / Si hubiera dineros / no iría, en verdad. Y esos magníficos animales, duros y crueles como la tierra que los parió, incapaces de tener con el mundo la piedad que éste no tuvo con ellos, desembarcan en playas desconocidas, caminan por selvas hostiles comidos de fiebre, vadean ríos llenos de caimanes, marchan bajo aguaceros, sequías y calores terribles con sus armas y corazas, con sus medallas de santos y escapularios al cuello, sus supersticiones, sus brutalidades, miedos y odios.

Y así, pelean con indios, matan, violan, saquean, esclavizan, persiguen la quimera del oro de sus sueños, descubren ciudades, destruyen civilizaciones y pagan el precio que estaban dispuestos a pagar: mueren en pantanos y selvas, son devorados por tribus caníbales o sacrificados en altares de ídolos extraños, pelean solos o en grupo gritando su miedo, su desesperación y su coraje; y en los ratos libres, por no perder la costumbre, se matan unos a otros, navarros contra aragoneses, valencianos contra castellanos, andaluces contra gallegos, maricón el último, llevando a donde van las mismas viejas rencillas, los odios, la violencia, la marca de Caín que todo español lleva en su memoria genética. Y así, Hernán Cortés y su gente conquistan México, y Pizarro el Perú, y Núñez de Balboa llega al Pacífico, y otros muchos se pierden en la selva y en el olvido.

Y unos pocos vuelven ricos a su pueblo, viejos y llenos de cicatrices; pero la mayor parte se queda allí, en el fondo de los ríos, en templos manchados de sangre, en tumbas olvidadas y cubiertas de maleza. Y los que no palman a manos de sus mismos compañeros, acaban ejecutados por sublevarse contra el virrey, por ir a su aire, por arrogancia, por ambición; o, tras conquistar imperios, terminan mendigando a la puerta de las iglesias, mientras a las tierras que descubrieron con su sangre y peligros llega ahora desde España una nube parásita de funcionarios reales, de recaudadores, de curas, de explotadores de minas y tierras, de buitres dispuestos a hacerse cargo del asunto.

Pero aun así, sin pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas -en lugar de exterminarlas, como en el norte harían los anglosajones-, bautizando a sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches tristes de matanza y derrota, toda esa panda de admirables hijos de puta crea un mundo nuevo por el que se extiende una lengua poderosa y magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan 500 millones de personas y de la que el mejicano Carlos Fuentes dijo: «Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro».

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal

domingo, 16 de febrero de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XIX

Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América descubierta y una fuerte influencia comercial y militar en Italia, el Mediterráneo y los asuntos de Europa, paradójicamente a punto de ser la potencia mundial más chuleta de Occidente, cuando, pasito a pasito, empezamos a jiñarla.

Y en vez de dedicarnos a lo nuestro, a romper el espinazo de nobles -que no pagaban impuestos- y burgueses atrincherados en fueros y privilegios territoriales, y a ligarnos reinas y reyes portugueses para poner la capital en Lisboa, ser potencia marítima y mirar hacia el Atlántico y América, que eran el futuro, nos enfangamos hasta el pescuezo en futuras guerras de familia y religión europeas, donde no se nos había perdido nada y donde íbamos a perderlo todo. Y fue una lástima, porque originalmente la jugada era de campanillas, y además la suerte parecíamos tenerla en el bote.

Los Reyes Católicos habían casado a su tercera hija, Juana, nada menos que con Felipe el Hermoso de Austria: un guaperas de poderosa familia que, por desgracia, nos salió un poquito gilipollas. Pero como el príncipe heredero de España, Juan, había palmado joven, y la segunda hija también, resultó que Juana y Felipe consiguieron la corona a la muerte de sus respectivos padres y suegros. Pero lo llevaron mal. Él, como dije, era un cantamañanas que para suerte nuestra murió pronto, con gran alivio de todos menos de su legítima, enamorada hasta las trancas -también estaba como una chota, hasta el punto de que pasó a la Historia como Juana la Loca-. El hijo que tuvieron, sin embargo, salió listo, eficaz y con un par de huevos. Se llamaba Carlos. Era rubio tirando a pelirrojo, bien educado en Flandes, y heredó el trono de España, por una parte, y del Imperio alemán por otra; por lo que fue Carlos I de España y V de Alemania.

Aquí empezó con mal pie: vino como heredero sin hablar siquiera el castellano, trayéndose a sus compadres y amigos del cole para darles los cargos importantes; con lo que lió un cabreo nobiliario de veinte pares de narices. Además, pasándose por la regia entrepierna los fueros y demás, empezó gobernando con desprecio a los usos locales, ignorando, por joven y pardillo, con quién se jugaba los cuartos. A fin de cuentas, ustedes llevan 19 capítulos de esta Historia leídos; pero él no la había leído todavía, y creía que los españoles eran como, por ejemplo, los alemanes: ciudadanos ejemplares, dispuestos a pararse en los semáforos en rojo, marcar el paso de la oca y denunciar al vecino o achicharrar al judío cuando lo estipula la legislación vigente; no cuando, como aquí, a uno le sale de los cojones. Así que imaginen la kale borroka que se fue organizando; y más cuando Carlos, que como dije estaba mal acostumbrado y no tenía ni idea de con qué peña lidiaba, exigió a las Cortes una pasta gansa para hacerse coronar emperador.

Al fin la consiguió, pero se lió parda. Por un lado fue la sublevación de Castilla, o guerra comunera, donde la gente le echó hígados al asunto hasta que, tras la batalla de Villalar, los jefes fueron decapitados. Por otro, tuvo lugar en el reino de Valencia la insurrección llamada de las germanías: ésa fue más de populacho descontrolado, con excesos anárquicos, saqueos y asesinatos que terminaron, para alivio de los propios valencianos, con la derrota de los rebeldes en Orihuela. De todas formas, Carlos había visto las orejas al lobo, y comprendió que este tinglado había que manejarlo desde dentro y con vaselina, porque el potencial estaba aquí.

Así que empezó a españolizarse, a apoyarse en una Castilla que era más dócil y con menos humos forales que otras zonas periféricas, y a cogerle, en fin, el tranquillo a este país de hijos de puta. A esas alturas, contando lo de América, que iba creciendo, y también media Italia -la sujetábamos con mano de hierro, teniendo al papa acojonado-, con el Mediterráneo Occidental y las posesiones del norte de África conquistadas o a punto de conquistarse, el imperio español incluía Alemania, Austria, Suiza, los Países Bajos, y parte de Francia y de Checoslovaquia. Y a eso iban a añadirse en seguida nuevas tierras con las exploraciones del Pacífico.

Resumiendo: estaba a punto de nieve lo de no ponerse el sol en el imperio hispano. Parecía habernos tocado el gordo de Navidad, y hasta los vascos y los catalanes, como siempre que hay viruta y negocios de por medio, se mostraban encantados de llamarse españoles, hablar castellano y pillar cacho de presente y de futuro. Pero entonces empezó a sonar el nombre de un oscuro sacerdote alemán llamado Lutero.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal

domingo, 2 de febrero de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XVIII

La verdad es que aquellos dos jovencitos, Isabel de Castilla y su consorte, Fernando de Aragón, dieron mucha tela para cortar, y con ella vino el traje que, para lo bueno y lo malo, vestiríamos en los próximos siglos.

Por un lado, un oscuro marino llamado Colón le comió la oreja a la reina; y apoyado por algunos monjes de los que habríamos necesitado tener más, de ésos que en vez de quemar judíos y herejes se ocupaban de geografía, astronomía, ciencia y cosas así, consiguió que le pagaran una expedición náutica que acabó descubriendo América para los españoles, de momento, y con el tiempo haría posibles las películas de John Ford, Wall Street, a Bob Dylan y al presidente Obama.

Mientras, a este lado del charco, había dos negocios pendientes. Uno era Italia. El reino de Aragón, donde estaba incluida Cataluña, ondeaba su senyera de las cuatro barras en el Mediterráneo Occidental, con una fuerte presencia militar y comercial que incluía Cerdeña, Sicilia y el sur italiano. Francia, que quería parte del pastel, merodeaba por la zona y quiso dar el campanazo controlando el reino de Nápoles, regido por un Fernando que, además de tocayo, era primo del rey católico. Pero a los gabachos les salió el cochino mal capado, porque nuestro Fernando, el consorte de Isabelita, era un extraordinario político que hilaba fino en lo diplomático. Y además envió a Italia a Gonzalo Fernández de Córdoba, alias Gran Capitán, que hizo polvo a los malos en varias batallas, utilizando la que sería nuestra imbatible herramienta militar durante siglo y medio: la fiel infantería.

Formada en nuevas tácticas con la experiencia de ocho siglos contra el moro, de ella saldrían los temibles tercios, basados en una férrea disciplina en el combate, firmes en la defensa, violentos en la acometida y crueles en el degüello; soldados profesionales a quienes analistas militares de todo pelaje siguen considerando la mejor infantería de la Historia. Pero esa tropa no sólo peleaba en Italia, porque otro negocio importante para Isabel y Fernando era el extenso reino español de Granada.

En ese territorio musulmán, último de la vieja Al Andalus, se había refugiado buena parte de la inteligencia y el trabajo de todos aquellos lugares conquistados por los reinos cristianos. Era una tierra industriosa, floreciente, rica, que se mantenía a salvo pagando tributos a Castilla con una mano izquierda exquisita para el encaje de bolillos. Las formas y las necesidades inmediatas eran salvadas con campañas de verano, incursiones fronterizas en busca de ganado y esclavos; pero en general se iba manteniendo un provechoso statu quo, y la Reconquista -ya se la llamaba así- parecía dormir la siesta. Hasta que al fin las cosas se torcieron gacho, como dicen en México. Toda aquella riqueza era demasiado tentadora, y los cristianos empezaron a pegarle ávidos mordiscos.

Como reacción, en Granada se endureció el fanatismo islámico, con mucho Alá Ajbar y dura intolerancia hacia los cristianos que allí vivían cautivos; y además -madre del cordero- se dejó de pagar tributos. Todo esto dio a Isabel y Fernando el pretexto ideal para rematar la faena, completado con la metida de pata moruna que fue la toma del castillo fronterizo de Zahara. La campaña fue larga, laboriosa; pero los Reyes Católicos la bordaron de cine, uniendo a la presión militar el fomento interno de -otra más, suma y sigue- una bonita guerra civil moruna.

Al final quedó la ciudad de Granada cercada por los ejércitos cristianos, y con un rey que era, dicho sea de paso, un mantequitas blandas. Boabdil, que así se llamaba el chaval, entregó las llaves el 2 de enero de 1492, fecha que puso fin a ocho siglos de presencia oficial islámica en la Península. Hace 522 años y un mes justos. Los granadinos que no quisieron tragar y convertirse fueron a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres; con el valor que, ya mucho antes de que gobernaran Zapatero o Rajoy, las promesas tienen en España.

A la media hora, como era de esperar, estaban infestadas las Alpujarras de curas predicando la conversión, y al final hubo orden de cristianar por el artículo catorce, obligar a la peña a comer tocino -por eso hay tan buen jamón y embutido en zonas que fueron moriscas- y convertir las mezquitas en iglesias. Total: ocho años después de la toma de Granada, aquí no quedaba oficialmente un musulmán; y, para garantizar el asunto, se encargó a nuestra vieja amiga la Inquisición que velara por ello. La palabra tolerancia había desaparecido del mapa, e iba a seguir desaparecida mucho tiempo; hasta el extremo de que incluso ahora, en 2014, resulta difícil encontrarla.

(Continuará)

Arturo Pérez-Reverte

XLSEmanal

domingo, 19 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XVII

Estábamos, creo recordar, en que los dos guapitos que a finales del XV reinaban en lo que empezaba a parecer España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lo tenían claro en varios órdenes de cosas. Una era que para financiar aquel tinglado hacía falta una pasta horrorosa. Y como el ministro Montoro no había nacido aún y su sistema de expolio general todavía no estaba operativo, decidieron -lo decidió Isabel, que era un bicho- ingeniar otro sistema para sacar cuartos a la peña por la cara. Y de paso tenerla acojonada, sobre todo allí donde los fueros y otros privilegios locales limitaban el poder real.

Ese invento fue el tribunal del Santo Oficio, conocido por el bonito nombre de Inquisición, cuyo primer objetivo fueron los judíos. Éstos tenían dinero porque trabajaban de administradores, recaudaban impuestos, eran médicos prestigiosos, controlaban el comercio caro y prestaban a comisión, como los bancos; o más bien ellos eran los bancos. Así que primero se les sacó tela por las buenas, en plan préstame algo, Ezequiel, que mañana te lo pago; o, para que puedas seguir practicando lo tuyo, Eleazar, págame este impuesto extra y tan amigos.

Aparte de ésos estaban los que se habían convertido al cristianismo pero practicaban en familia los ritos de su antigua religión, o los que no. Daba igual. Ser judío o tener antepasados tales te hacía sospechoso. Así que la Inquisición se encargó de aclarar el asunto, primero contra los conversos y luego contra los otros. El truco era simple: judío eliminado o expulsado, bienes confiscados. Calculen cómo rindió el negocio.

A eso no fue ajeno el buen pueblo en general; que, alentado por santos clérigos de misa y púlpito, era aficionado a quemar juderías y arrastrar por la calle a los que habían crucificado a Cristo; a quienes, por cierto, todavía uno de mis libros escolares, editado en 1950 (Imprímase. Lino, obispo de Huesca), aseguraba «eran objeto del odio popular por su avaricia y sus crímenes». Total: que, en vista de que ése era un instrumento formidable de poder y daba muchísimo dinero a las arcas reales y a la santa madre Iglesia, la Inquisición, que había tomado carrerilla, siguió campando a sus anchas incluso después de la expulsión oficial de los judíos en 1492, dedicada ahora a otros menesteres propios de su piadoso ministerio: herejes, blasfemos, sodomitas. Gente perniciosa y tal.

Incluso falsificadores de moneda, que tiene guasa. En un país que acabaría en manos de funcionarios -el duro trabajo manual era otra cosa- y en tales manos sigue, el Santo Oficio era un medio de vida más: innumerables familias y clérigos vivían del sistema. Lo curioso es que, si te fijas, compruebas que Inquisición hubo en todos los países europeos, y que en muchos superó en infamia y brutalidad a la nuestra. Pero la famosa Leyenda Negra alimentada por los enemigos exteriores de España -que acabaría peleando sola contra casi la totalidad del mundo- nos colocó el sambenito de la exclusiva. Hasta en eso nos crecieron los enanos.

Leyenda no sin base real, ojo; porque el Santo Oficio, abolido en todos los países normales en el siglo XVII, existió en España hasta avanzado el XIX, y aún se justificaba en el XX: «Convencidos nuestros Reyes Católicos de que más vale el alma que el cuerpo», decía ese libro de texto al que antes aludí. De todas formas, el daño causado por la Inquisición, los reyes que con ella se lucraron y la Iglesia que la dirigía, utilizaba e impulsaba, fue más hondo que el horror de las persecuciones, tortura y hogueras. Su omnipresencia y poder envenenaron España con una sucia costumbre de sospechas, delaciones y calumnias que ya no nos abandonaría jamás. Todo el que tenía cuentas que ajustar con un vecino procuraba que éste terminara ante el Santo Oficio.

Eso acabó viciando al pueblo español, arruinándolo moralmente, instalándolo en el miedo y la denuncia, del mismo modo que luego ocurrió en la Alemania nazi o en la Rusia comunista, por citar dos ejemplos, y ahora vemos en las sociedades sometidas al Islam radical. O, por venir más cerca, a lo nuestro, en algunos lugares, pueblos y comunidades de la España de hoy. Presión social, miedo al entorno, afán por congraciarse con el que manda, y esa expresión que tan bien define a los españoles cuando nos mostramos exaltados en algo a fin de que nadie sospeche lo contrario: La fe del converso.

Añadámosle la envidia, poderoso sentimiento nacional, como aceituna para el cóctel. Porque buena parte de las ejecuciones y paseos dados en los dos bandos durante la guerra civil del 36 al 39 -o los que ahora darían algunos si pudieran- no fueron sino eso: nuestra vieja afición a seguir manteniendo viva la Inquisición por otros medios. 

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal