Y fue el caso, o sea, que
mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y
decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la
Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de
la Santísima Trinidad.
Y es que de entonces (siglo V más
o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar
de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y
en gilipollas. Porque los visigodos, llamados por los romanos para controlar
esto, eran arrianos. O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio,
que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos
galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos
obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar
porque lo quemo a usted si me discute.
Así prosiguió ese tira y afloja
de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no está conmigo está contra mí,
tan español como la tortilla de patatas o el paredón al amanecer, con los
obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes godos, que se llamaban
Ataúlfo, Teodoredo y tal. Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los
anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron
nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y
la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas
generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado,
con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a
excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo
históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas,
bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano.
El caso es que al nene
Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la
que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó
con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica
no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba
recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era
electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le
dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por
metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico,
pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al
carajo.
Recaredo, chico listo, abjuró del
arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos
proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los
libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y
la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el
Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos
propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta
hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy
mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias. De
todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en
política desarrollaban cosas muy decentes.
Llenaron el paisaje de
monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas
salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el
obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima
autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia
Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con
admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del
imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido
sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura.
Con la única luz refugiada en los
monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios,
púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente
intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría
necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en
España nunca tuvimos.
De los treinta y cinco reyes
godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710,
al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo
todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.
(Continuará).
Arturo Pérez-Reverte
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