Tan real como su historia misma.

domingo, 30 de junio de 2013

UNA HISTORIA DE ESPAÑA III

Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el pastel», y se vuelve a la madre patria.

Y mientras, Hispania, que aún no puede considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué historiador, en sepulcro de romanos: doscientos años para pacificar el paisaje, porque pueblos tipo Astérix tuvimos a punta de pala. El sistema romano era picar carne de forma sistemática: legiones, matanza, crucifixión, esclavos. Lo típico.

Lo gestionaban unos tíos llamados pretores, Galba y otros, que eran cínicos y crueles al estilo de los malos de las películas, en plan sheriff de Nottingham, especialistas en engañar a las tribus con pactos que luego no cumplían ni de lejos. El método funcionó lento pero seguro, con altibajos llamados Indíbil, Mandonio y tal. El más altibajo de todos fue Viriato, que dio una caña horrorosa hasta que Roma sobornó a sus capitanes y éstos le dieron matarile.

Su tropa, mosqueada, resistió numantina en una ciudad llamada Numancia, que aguantó diez años hasta que el nieto de Escipión acabó tomándola, con gran matanza, suicidio general (eso dicen Floro y Orosio, aunque suena a pegote) y demás.

Otro que se puso en plan Viriato fue un romano guapo y listo llamado Sertorio, quien tuvo malos rollos en su tierra, vino aquí, se hizo caudillo en el buen sentido de la palabra, y estuvo dando por saco a sus antiguos compatriotas hasta que éstos, recurriendo al método habitual -la lealtad no era la más acrisolada virtud local- consiguieron que un antiguo lugarteniente le diera las del pulpo.

Y así, entre sublevaciones, matanzas y nuevas sublevaciones, se fue romanizando el asunto. De vez en cuando surgían otras numancias, que eran pasadas por la piedra de amolar sublevatas. Una de las últimas fue Calahorra, que ofreció heroica resistencia popular -de ahí viene el antiguo refrán «Calahorra, la que no resiste a Roma es zorra»-. Etcétera.

La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios.

El caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial, enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle con reivindicaciones autonómicas, mis primos-.

El caso es que a partir de entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo, vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos y cosas así.

También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que, como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-, todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el aborto y esa clase de cosas.

Prueba de que esto pintaba bien era la peña que nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano, Columela, Lucano, Marcial... Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre otros.

En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el latín sea una lengua muerta, es inexacto.

Quienes hablamos en castellano, gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.
(Continuará).

ARTURO PÉREZ-REVERTE
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UNA HISTORIA DE ESPAÑA II


Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior -si nos vemos ahora, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás- y dijeron: pues va a ser que no, gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi prima, si tiene huevos.

Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran primos de los fenicios -«Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos aguantándose la risa- y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en Cartago, hoy Túnez o por allí.

Y bueno. Llegaron los cartagineses muy sobrados a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona -esta última lo fue por Amílcar Barça, creador también del equipo de fútbol que lleva su apellido y de la famosa frase Cartago is not Roma-.

Hubo, de entrada, un poquito de bronca con algunos caudillos celtíberos (socios del Madrid según Estrabón, lo que puede explicarlo todo) llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros, que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo (me parece que eso es Polibio quien lo dice).

Así que los de Cartago destruyeron unas cuantas ciudades: Belchite -que se llamaba Hélice- y Sagunto, que era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces (siglo III antes de Cristo, echen cuentas) empezaban a montárselo de gallitos en el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal. Encima, para agravar la cosa, el nieto de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de pequeño lo habían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele cada Semana Santa, y acabó, la criatura, jurando odio eterno a los romanos.

Así que tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban películas de Pajares y Esteso. Además, bajo el lema Vente con Aníbal, Pepe, alistó a 30.000 mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes -ésa fue la primera mano de obra española cualificada que salió al extranjero- y se paseó por Italia dando estiba a diestro y siniestro.

El punto chulo de la cosa es que, gracias al tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios, precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más vistosa de todas, donde palmaron 50.000 enemigos, romano más, romano menos. La faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas y otras rimas procelosas.

Y mientras ellos se tiraban a la bartola, o a la Bartola, según, un general enemigo llamado Escipión desembarcó astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia. Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra; hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de Zama, donde se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera, ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados ahora ante el juzgado -actitudes ambas típicamente celtíberas- llamándolo cobarde y chorizo.

El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia, con toda su vitola irreductible de Astérix, Obélix y demás, Julio César la conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos.

Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes (lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada puto pueblo: Indíbil, Mandonio, Viriato.

Y claro. A semejante peña había que ir dándole matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos, lleva su tiempo.
(continuará)

ARTURO PÉREZ-REVERTE
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UNA HISTORIA DE ESPAÑA I

Erase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de buenos conejos :-) , les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas.

Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara. Envidia y mala leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de Adn). El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas.

Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época). Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de Elche).

Los iberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, iberos y celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo. Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas. Y las ganas. Animaba mucho, vamos.

De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de armas tomar. O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia -cerveza de la época, como la San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto-, ya ni te cuento. Imaginen los botellones que liaban mis primos. Y primas.

Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río-, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero -la que más- y el alfabeto -la que menos-.

También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo. O no.

[Continuará].


ARTURO PÉREZ-REVERTE
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